Viví solo los cuatro días del Estéreo Picnic (Spoiler: Sobreviví)

Viví solo los cuatro días del Estéreo Picnic (Spoiler: Sobreviví)

Hay sitios en los que me siento más cómodo yendo acompañado: boleras, antros, parques de diversiones, y antes de vivir el Estéreo Picnic, habría dicho que un festival de música. Compartir el gusto por los mismos artistas, tener con quien esperar los conciertos, bailar las canciones tomados de las manos, llorar por estar viviendo juntos el momento; son cosas que hacen parte del imaginario de lo que es un festival. Pero después de los cuatro días más bacanos (“chido” en colombiano) de mi vida, puedo decir que hay una magia distinta en correr solo de escenario en escenario.

Concierto Laura Pérez. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

21 de marzo: Un pequeño hombre en una multitud enorme

Cada que me subía en el Uber camino al festival, los conductores me decían: “Va para el concierto, me imagino”. La frase surgía después de que me veían de arriba abajo los outfits, que supongo eran muy estrambóticos para ellos. No suele ser común ver a un hombre maquillado en Bogotá, pero en época de Estéreo Picnic uno puede verse como quiera y nadie dice nada.

El siguiente tema obligado era la locación de este año. Antes, el Estéreo Picnic se realizaba en Briceño 18, un club de golf ubicado en Sopó; de mi casa a allá solían ser 2 horas mínimo para llegar.

−Era terrible recoger gente hasta ese barrizal, porque solo había un regreso y el tráfico era infernal− me dijo Jorge Enrique, el conductor del primer día.

Yo me puse feliz cuando me enteré de que iba a ser en el Parque Simón Bolívar, que está a 5 minutos de mi casa. Es un sitio central en Bogotá en el que se habilitó el transporte público, se benefició al comercio local y sobre todo significó más tiempo de sueño (necesario para sobrevivir los cuatro días).

***

En la calle 63 se percibía un aroma a comida, producto de los puestos de pinchos (Carne en brochetas) y mazorcas (elotes) asadas. Se escuchaban pregones de comerciantes mezclados con el sonido a lo lejos de Maca & Gero, un grupo que ya se estaba presentando. A la entrada había promotores de aguardiente regalando shots gratis. En la marea de productos, yo solo buscaba una capa. Si hay una regla implícita para un festivalero en Bogotá es siempre estar preparado para la lluvia; y como no se podían entrar sombrillas, era obligatorio comprar un impermeable para no mojarse.

Una vez ya tenía toda mi indumentaria anti-cambios del clima, venía el primer reto: Encontrar la puerta de prensa. Cada que preguntaba donde era, me enviaban a un lugar distinto. Caminé por un sitio encharcado en el que tocaba saltar como Heidi en la pradera para no mojarse (nota: no llevar zapatos de tela al Estéreo Picnic). Cuando llegue a la entrada principal me dijeron que ahí no era, que me tenía que devolver. Todos los encargados me decían que buscara la puerta Bolívar 4; el problema era que ninguno sabía dónde era. Después de recorrer vientos y murallas, la encontré.

Entrada al FEP. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

En sí, el Estéreo Picnic, o FEP como le dicen sus asistentes, es un lugar para vivir y respirar música. La primera edición del evento, en 2010, duró un día y se presentaron solo ocho artistas. Catorce años después se ha vuelto una plataforma para disfrutar de más de ochenta actos musicales en cuatro días. Los asistentes parecen niños en dulcerías, sin saber a dónde ir o cuál es el mejor spot para tomarse fotos.

En mi caso lo primero era buscar algo de comer. Mi presupuesto diario eran 70 mil pesos colombianos (300 mxn) que según mis cálculos me alcanzaba para algo de comer y dos bebidas. Habilitaron unas carpas cashless en las que se podían recargar las manillas (“pulseras” en colombiano) del festival con dinero. Al pasar mi tarjeta salió un letrero de fondos insuficientes. “Cómo así, pero si yo tengo plata en la cuenta”, no había nada que hacer. Segundo reto: Cenar con los 25 mil pesos (107 mxn) que tenía en efectivo.

Me alcanzó para una chela y un Todo Rico, que es una botana de papas y chicharrones (parecido al Paketaxo). Con comida en mano fui al primer concierto: Laura Pérez. Es una bogotana de 23 años, que con su voz hace sentir que se está acostado en algodón. Creo que la mejor forma de describirla es música indie para suspirar. Mientras ella tocaba su guitarra, en el público había una pareja bailando como si estuvieran en un capítulo de Bridgerton, ella le daba vueltas a él y él a ella, al final terminaron abrazados.

Foto: Juan Esteban López Jaramillo

Hozier era de mis imperdibles ese día. Cuando llegue al escenario, el concierto ya llevaba 15 minutos. Es un artista que impresiona por el manejo vocal que tiene y la forma en la que puede plasmar el sentimiento de sus canciones en el público, así no hablen su idioma. Él estaba impresionado por la sensación que nos generaba su música.

−No puedo creer que un pequeño hombre, con una pequeña guitarra, esté enfrente de una multitud tan enorme− nos dijo al público.

Para el final del concierto yo necesitaba ir urgentemente al baño y él nada que tocaba “Take me to Church”, su más grande éxito. Me dije “seguramente ya la cantó en el tiempo que no estuve, así que me voy”. Cuando ya me había alejado un poco, escucho a lo lejos las primeras palabras de esa canción: My lover's got humor. “¡Qué menso! ¿Por qué me fui?” pensé. Entre toda la gente me era imposible alcanzar a ver algo. A mi lado aparecían más y más personas para escuchar la canción más conocida de Hozier. Unos iban corriendo con el celular grabando, aun cuando no estaban cerca del escenario, a ver si lograban tomar un video para subir a sus historias. Yo me di por vencido y me fui. 

Club cabaret. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

Energía, mucha energía, es la descripción perfecta para Thirty Seconds of Mars y Limp Bizkit. Por un lado, Jared Leto es un showman completo; verlo caminar de un lado al otro con su túnica roja animando al público durante todo el concierto. Nos gritaba instrucciones en inglés: “Bend over”, “Move your hands”, “JUMP! No, no, higher! JUMP HIGHER!”. Puede que no todos comprendiéramos su inglés, pero le copiábamos los movimientos a los que sí le entendían.

Limp Bizkit, en cambio, fue el recuerdo de una generación que no viví. A mi lado gente de 30 y 40 años se emocionaba y saltaba como si el tiempo no hubiese pasado y estuvieran oyendo el nu metal por primera vez. Cuando Fred Durst cantó ‘My Way’ empezaron a poguear todos a mi alrededor y movían las manos mientras gritaban el coro.

Con géneros opuestos, fue un sentimiento muy similar al que se vivió en la presentación de Bad Gyal. Las canciones las vociferaban con la misma vehemencia, con looks más coloridos y en vez de chocar contra los hombros, movían las caderas. Había dos chicas al frente mío que tenían una cara de sorprendidas por estar viendo a su cantante española favorita. Tal vez, en 20 años, ellas vivan con la misma emoción ‘Fiebre’ como los pogueros vivieron ‘Break Stuff’.

22 de Marzo: Libertad

Antes de salir de la casa me encomendé a Tláloc para que no lloviera. Ya me sentía más preparado, había retirado dinero y pude recargar la manilla sin problema. Fui a un callejón de comida que instaló el festival a la orilla del lago del parque. Tenían puestos de jochos, dorilocos, palomitas, hamburguesas. Me compré un hot dog cubierto de chili con queso y me lo fui comiendo mientras iba al concierto de Omar Apollo.

Este cantante mexicoestaunidense de RnB y funk tuvo un efecto de sensualidad en los presentes muy íntimo. La gente se movía como muñeco de gasolinera, muy concentrados en solo sentir el ritmo adentro. En medio de la multitud yo me comía el jocho y Apollo dijo “¿Dónde están los homosexuales?”, a lo cual le respondieron con un grito estruendoso “¡Aquí!”. “Estoy con mi gente” les respondió. 

Callejón de comida. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

Mi artista principal de esta edición era Sam Smith. Ya había participado en el Estéreo Picnic del 2018, pero este era un show que prometía una versión más fiel a elle. Decidí acampar en el escenario para poder tenerlo cerca. Cuando llegué no había casi gente, y los pocos que había tenían outfits muy apagados para ser público de Sam Smith. Me senté a comerme unas papas diciendo “lo logré, voy a tenerlo a pocos metros de distancia”.  A los 15 minutos me dio por ver la aplicación del FEP en la que se podía guardar a los artistas favoritos para calcular los tiempos. En letra pequeña veo que dice que el concierto es en el Escenario Adidas y yo estaba en el Jonny Walker, al otro lado del festival.

Corrí y allí se estaba presentando James Blake. Como era un ritmo de electrónica, había hileras de personas que estaban separadas para poder bailar. En medio de zapateo y movimiento de brazos me fui introduciendo entre la gente. Paraba unos segundos para que no se viera tan obvio y seguía. Al ir solo, la gente no le molestaba que me adentrara, inclusive ni se daban cuenta. De los 30 mil asistentes que vieron a Sam Smith, logre estar a ocho cabezas de distancia de la tarima.

Al iniciar, Sam dijo que su concierto se trataba de libertad, una promesa cumplida. Mientras había  una bandera LGBT+ gigante ondeándose al lado del escenario, elle salía con un vestido negro en medio de la niebla. En el público habían drags, parejas de lesbianas, hombres en crop top; el show era un abrazo a lxs niñxs interiores que en algún momento fueron reprimidxs. 

 −Somos demasiadxs. Es muy triste pensar que sólo en espacios como este podemos ser nosotrxs, por el miedo de lo que afuera nos pueda pasar− dijo Andrés, uno de los asistentes, en medio de las lágrimas

Concierto Sam Smith. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

En la madrugada  el ambiente era el indicado para bailar Proyecto Uno. Otra de las ventajas de ir solo es no tener a nadie conocido con el cual apenarse por bailar mal merengue. Al lado mío habían dos botargas de tiburones, una azul y otra rosada, haciéndole honor a una de las canciones más famosas del grupo dominicano. Ninguna de las rolas que tocaron están en mi playlist, pero como buen rumbero me las sabía todas. Nelson Zapata, uno de los vocalistas, iba contando la historia detrás de cada merengue que tocaban.

−¡Por favor no diga más los años de lanzamiento! −Gritó un hombre a mi lado− ¡Me está haciendo sentir demasiado viejo!

Me fui un poco antes de que acabaran para no tener problemas de tráfico a la salida. En el trayecto a la calle veía como techneros, rockeros y reggeatoneros, movían sus rodillas bailando ’25 horas al día’ como si estuvieran en una fiesta de 15 años. Viviendo esa libertad de gozarse cualquier canción sin importar lo que piensen los puristas de la música.

23 de marzo: Mi Dios le pague

Ya al tercer día me sentía en mi casa. Iba de escenario a escenario con la tranquilidad de conocer el trayecto, ya sabía dónde estaban las mejores comidas y bebidas, y estaba más dispuesto a explorar. Caminaba a Vassar, una feria de emprendimientos colombianos que pusieron en el festival, cuando escuché que alguien me gritó: ¡JUAN ESTEBAN!. Era mi amiga Elena que estaba trabajando como staff en el festival. Parecía caída del cielo porque el siguiente concierto era ‘Fruko y sus tesos’ y en este caso, la salsa se disfruta más con compañía.

Terminamos en unos escalones moviéndonos al ritmo de ‘Cachondea’ dando pasos pequeños porque el espacio era reducido. En un momento empezamos a aplaudir y levantar los hombros, Elena me miró y dijo: “Ya cuando ponen Fruko es inevitable que bailemos como tías”. Al final ella se tuvo que ir a resolver un asunto del festival y yo me fui por unas papas con tocineta.

Asistente al FEP. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

Más tarde vi a Grupo Frontera que sorprendió al público teniendo de invitados a Morat con quienes tocaron ‘No se va’ y una nueva canción que anunciaron. Pero el más esperado de esa noche era Feid. Miles de personas iban por el cantante de Medellín, vestidos con camisetas con su cara, sus icónicas gafas blancas que tenían escrito FERXXO y el verde, su color insignia, hacía parte de la mayoría de los outfits.

Yo estaba esperando sentado en los escalones que rodeaban el escenario. La gente pasaba al lado mío pateando y empujando, cuando a unos cuantos centímetros había escaleras. Una chica que tenía al costado me jalo y me dijo: “hazte acá a mi lado que ya no quiero que me sigan pisando”. Parecíamos dos ancianos gruñones indignados por los valores de la juventud actual. El concierto empezó con unos drones en el cielo que formaban la bandera de Colombia. Parecía una lata de sardinas, en la que era limitada la posibilidad de perrear. Con su acento paisa, Feid solo decía “Mi dios le pague, mi dios le pague…”, impactado por las 40.000 personas que estaban coreando sus canciones.

A las 12 de la noche el frío era espantoso. Al hablar, salía humo de mi boca por lo helado que estaba el parque. La única cura que encontré para calentarme fue el techno. En el escenario Colsubsidio se estaba presentando Nuclear Digital Transitor un dueto colombiano que con su set me quitaron los escalofríos. Ese es uno de los mejores atractivos que tiene el FEP, hay una variedad musical enorme. Tan sólo ese día viví R’n’B con Laurél, salsa con Fruko, rock con Placebo, norteñas con Grupo Frontera y reggaetón con Feid. Hay de todo en el menú musical.

24 de marzo: No le teman a la lluvia, es solo para ambientar

Traía ojeras de mapache y estaba desayunando Electrolit. Ya iban acumuladas 32 horas de pura música, yendo de un lugar a otro, pero era el último día y tocaba sacar la energía de algún lado. Llegué a las 4 pm para alcanzar a ver a The Vaccines. En el pasto de al lado habíamos varios sentados mientras comíamos y veíamos el concierto, haciéndole honor al nombre del festival, un verdadero picnic. Uno estaba acostado, con su gorra en la cara y encima de ella unas gafas de sol, en eso le dijo a uno de sus amigos: “estoy cansado, no puedo más”. Y como él, varios más.

Concierto de The Vaccines. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

A las seis el cielo ya estaba completamente nublado y la lluvia que evadí todos los días era inevitable. Fue en medio del concierto de Kevin Kaarl que cayeron las primeras gotas, el escenario perfecto por la melancolía de sus canciones. No sirvió la encomendada a Tláloc ese día, pero siendo honestos, ni su poder puede con la bipolaridad del clima bogotano. Automáticamente, la gente se puso sus capas de todos los colores: amarillos, azules, verdes, rosados. Frente a mí, una pareja se besaba como si estuvieran en una comedia romántica, con ‘San Lucas’ como banda sonora.

En todo lo que llevaba del festival no había tenido que elegir entre un cantante y otro, pero mi indecisión llego a las 19:15 dividida entre The Offspring y Nicki Nicole. La respuesta era simple, ir a ambos. A veces no es tan obvio, porque cuando uno va con más personas tiene que negociar a que show ir y cuál no, en este caso era hacer el trámite conmigo y no hubo discusión. Los dos conciertos fueron increíbles en su propio estilo, en The Offsping cante a grito herido “I want you bad” y con Nicki llore a mares con “Plegarias”.

Concierto Kevin Kaarl. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

Me faltaba conocer dos mini antros que había en el FEP. Por un lado, El Templo, dedicado al reggaetón, con una bola disco enorme en la mitad y luces rojas. No había mucha gente dentro cuando fui. Quien más me llamo la atención fue una chica con un buzo negro que parecía más perreo que persona. Ella estaba gozándose a sí misma, bailando sola en frente del DJ, por ella y para ella.

El otro sitio era el Club Cabaret, al cual me arrepentí de no haber ido antes. Era como entrar a un capítulo de Drag Race, con 15 dragas bailando música de los 80’s. Mi favorita fue una que iba vestida del villano de las chicas superpoderosas, Mojo Jojo. Este lugar era la prueba de que el Estéreo Picnic no sólo es un mundo distinto, sino una galaxia con muchos planetas diversos.

Y venía el último concierto, el más esperado desde el año pasado cuando Travis Baker se fracturó y cancelaron: Blink 182. No había forma de pasar entre las 52 mil personas que asistieron. Me tocó verlo en una esquina alzando los brazos con el celular como pantalla. Hubo gente que se robó unas canastas de plástico y las puso para alcanzar a ver algo del concierto. Si en Limp Bizkit se hizo pogo, en Blink parecía una pelea de toros, chocándose los unos a los otros. Afuera del parque, los puentes peatonales estaban atascado de gente tratando de ver el concierto, coreando a Blink hasta más no poder.

Salida del Estéreo Pícnic. Foto: Juan Esteban López Jaramillo

Ya mis pies no daban más y decidí dar por terminado mi viaje a ese mundo distinto. Por la  salida había unos vendedores ofreciendo comida: “Lechona, compre, lechona, piense en el guayabo (“cruda” en colombiano) de mañana”. La verdad no quería sentir dolor de cabeza el lunes, así que hice caso y pedí ese plato de carne de cerdo con chícharos y arroz. Con mis ojos apagándose del sueño y la música a lo lejos, me preguntaba cómo sobreviví solo a ese mundo distinto.

Lo primero es ir con ropa abrigada para no congelarse en el invierno bogotano. Hay que compartir la ubicación por cualquier emergencia y reconocer puntos de ayuda. Como dicen las mamás: No recibir nada de extraños. Llevar dinero en efectivo por si algo falla.  Experimentar, no comprometerse con artistas, géneros, comidas o actividades: abrir los sentidos a todas las cosas que pasan en el FEP. Por lo anterior, olvidarse de hacer planes porque el destino los va a destruir y eso es lo mejor que puede pasar. Y quizás el más importante: hacer todo lo que se haría con un acompañante. Bailar, cantar, tomarse fotos, llorar, correr de un lado al otro. A lo cliché, dejar que la música se vuelva un puente para llegar a uno mismo.

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