La Universidad Iberoamericana otorgó al escritor sudafricano y Premio Nobel de Literatura 2003, John Maxwell Coetzee, un Doctorado Honoris Causa a través de su Departamento de Filosofía. El director de dicho departamento, el Dr. Pablo Lazo Briones, ha explicado que el novelista es una prueba de que la filosofía no se produce ni se logra sólo a partir de un sistema estricto y técnico de lenguaje e ideas, sino también por medio de la literatura; además de que comparte varios puntos de la ideología jesuita, fundamentales para la UIA, como lo son la denuncia al abuso de los más desfavorecidos y la búsqueda de justicia. Este otorgamiento da pie a un segundo día de actividades en esta casa de estudios, dentro del coloquio Filosofía y crítica social en la obra de John Maxwell Coetzee, donde el condecorado dará una Conferencia Magistral titulada “Contra la censura”.
Sin embargo, más allá de algunos datos generales como el lugar y año de nacimiento (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940), otras labores además de las novelísticas (como la traducción, la lingüística y la crítica literaria), premios literarios conseguidos (como el ya mencionado Nobel y dos veces el prestigioso Booker Prize, por mencionar algunos), y su actual lugar de residencia (Australia, donde imparte clases en la Universidad de Adelaida), surge la pregunta ¿Y quién es J. M. Coetzee? ¿De qué va su obra? ¿Por qué es tan importante leerlo? Trataré de responder en las siguientes líneas estas cuestiones, basándome en dos de sus novelas más representativas: Esperando a los bárbaros (1980) y Desgracia (1999).
En primer lugar, Coetzee ubica la mayoría de sus historias geográficamente en su natal Sudáfrica y aborda temas como la segregación racial, el apartheid y consecuencias posteriores a su eliminación. Por ejemplo, Esperando a los bárbaros narra la lucha que mantiene el Imperio, un nuevo régimen totalitario, contra las tribus nómadas de la frontera norte, y cómo la ocupación del ejército en un pequeño pueblo significa su ruina y perversión. Mientras que Desgracia es la introducción de un profesor universitario a una zona sin urbanizar, a orillas de Ciudad del Cabo, donde todavía reinan las leyes tribales y el resentimiento del hombre negro al hombre blanco, después de haberse visto involucrado en un escándalo sexual. En este aspecto, lo que se presenta es el encuentro de choque entre dos posturas y visiones del mundo distintas: la civilizada y la primitiva, donde, al parecer, su mayor punto de divergencia es su visión de la violencia.
Esperando a los bárbaros hace más explícita esta diferenciación, pues en dos ocasiones dentro de la novela, el Magistrado del pueblo, que es narrador y personaje principal, se pregunta si los encargados de la tortura de los prisioneros en los interrogatorios tienen un ritual de purificación tras haber terminado sus tareas, si es posible comer y sentarse con los compañeros y familia con las manos llenas de sangre, de impurezas. Según el antropólogo René Girard, en su libro La violencia y lo sagrado, estos rituales son necesarios para no contaminar a la gente que nos rodea, bajo el riesgo de desencadenar la violencia dentro del mundo cerrado y estable que es el de la ciudad. Hecho que ocurre en ambas novelas. En Desgracia, el profesor David Lurie se niega a pedir perdón tras el escándalo sexual en el que se ve involucrado y cuando llega a la zona salvaje, en un autoexilio, le es devuelta la violencia que había originado en Ciudad del Cabo.
Esta es de las mayores intenciones de J. M. Coetzee. Hacer ver que la violencia es más un comportamiento de la gente “civilizada” que de la “salvaje”, ya que esta última era una sociedad de respeto por la tierra y por el otro, ajena a la historia lineal de los imperios donde sólo existe el esplendor y la decadencia. El discurso final de Esperando a los bárbaros hace incapié en ello, al añorar esas épocas donde se vivía al tiempo de las estaciones y las cosechas, en paz, en una especie de paraíso. Nuestra civilización, que significaría la expulsión de dicho paraíso, nos introduce a la violencia y desesperanza. ¿Es posible regresar? La respuesta es no.
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Si bien es de resaltar la intertextualidad y el diálogo que Coetzee mantiene con otros autores en sus obras (como Cavafis y Samuel Beckett en Esperando a los bárbaros), hay un autor en el que el sudafricano basa sus narraciones, es decir, Franz Kafka. Aunque las relaciones que guardan El proceso con Desgracia, o El Castillo con Esperando a los bárbaros podría ser tema de una tesis, es necesario explicar que la esencia del argumento kafkiano, es decir, verse involucrado, o aprisionado, en una serie de hechos ajenos a la voluntad humana, que están basados en una ley por encima de cualquier potestad y que no parecen tener sentido alguno, es desarrollado. En este caso, estamos atrapados bajo la ley de la civilización, que es la del hombre:
“—No podemos hacer lo que deseamos sin más —le sermoneé—. Todos estamos sujetos a la ley, que está por encima de cualquiera de nosotros. El magistrado que envió aquí, yo mismo, tú, todos estamos sujetos a la ley. —Me miró con ojos indiferentes, mientras esperaba oír la sentencia con las manos engrilladas a la espalda y sus dos imperturbables guardianes detrás de él—. Te parece injusto, lo sé, que debamos castigarte por tener los sentimientos de un buen hijo. Crees que sabes lo que es justo y lo que no lo es. Lo comprendo. Todos nosotros creemos saberlo. —Entonces no dudaba que en cada momento cada uno de nosotros, hombre, mujer, niño, tal vez incluso el viejo jamelgo que hace girar la rueda del molino, sabía lo que era justo: todas las criaturas vienen al mundo trayendo consigo la idea de justicia—. Pero vivimos en un mundo de leyes —le dije a mi pobre prisionero—, un mundo que no es el mejor. No podemos hacer nada al respecto. Somos criaturas imperfectas. Todo lo que podemos hacer es apoyar las leyes, todos nosotros, sin permitir que decaiga la idea de justicia.”
La lectura de la obra de J. M. Coetzee puede ser desesperanzadora y a la vez no. Vivimos bajo una idea de ley y de justicia, que es la del hombre poderoso, y ésta es diferente a la personal en la mayoría de los casos. Al diferir, nos convertimos en el otro, el bárbaro, el que no habla el mismo idioma. ¿Qué hacer? ¿Adaptarnos a una idea de justicia violenta? ¿O pelear por la propia? La primera implica censura, la segunda la muerte “como a un perro” (últimas palabras de Joseph K.en El proceso y escena casi recreada en Desgracia). Lo importante, tal vez, sea encontrar la mejor forma de vivir.
“Sucumbiremos sin haber aprendido nada. En todos nosotros, en lo más recóndito, parece haber algo granítico o incorregible. Nadie cree realmente, pese a la histeria de las calles, que estén a punto de destruir el mundo de tranquilas certezas en que hemos nacido. Nadie puede aceptar que hombres con arcos y flechas y viejos mosquetes oxidados que viven en tiendas y nunca se lavan y no saben leer ni escribir hayan aniquilado a un ejército imperial. Pero ¿quién soy yo para burlarme de las ilusiones que nos ayudan a vivir? ¿Hay algún modo mejor de pasar estos últimos días que soñando con un salvador que espada en mano disperse a las huestes enemigas y nos perdone los errores que otros han cometido en nuestro nombre y nos conceda una segunda oportunidad de construir nuestro propio paraíso terrenal?”