A 10 años de 'Boxer' de The National
Aquí están los ojos. Abiertos, más perdidos en un sueño. El peinado casi destruido por completo. Un vaso a medio tomar con una limonada de dudoso aroma. En la mesa hay un pay de manzana mordisqueado. Y lo más importante, la media sonrisa, con algunas migajas en las comisuras, torcida y, sin embargo, plena. Es hora de salir. De no pensar. De ponerle pausa a esa insondable ansiedad. El merecido descanso mental para contemplar lo fastuoso del falso imperio de la cotidianidad.
De alguna manera u otra, la idolatría lo va formando a uno. Si se es meticuloso, y se escoge con habilidad a los ejemplos a seguir, podrán venir resultados satisfactorios. Matt Berninger se decantó por tres: Nick Cave, Leonard Cohen y Tom Waits. Las cosas empiezan bien. No obstante, el diseño gráfico, la publicidad, el boom de las páginas web, el dinero, el glamour de un loft en Nueva York, la cuenta bancaria creciente y una colección de muebles incómodos, caros, y jamás usados se juntaron para retener a Matt algunos años.
Por suerte, una serie de factores se juntaron para que dos pares de hermanos oriundos de Cincinnati, Ohio —Aaron y Bryce Dessner y Bryan y Scott Devendorf—, coincidieran en Nueva York. En 1999, y después de horas de pláticas, tragos y algunas sesiones, las canciones que los apartarían de sus trabajos habituales comenzaron a tomar forma.
Normalmente, las historias de éxito van acompañadas de juventud. Pero The National parecía más un capricho, que un camino — por lo menos para Matt. ¿Cómo explicar y ponerle un alto al deseo de no seguir en juntas creativas para MasterCard para subirse a un escenario? A final de cuentas, ganó la pasión. Las nada magníficas vidas de los adultos, dieron un vuelco.
Tres discos después, las cosas no parecían ir bien. Un tour con Clap Your Hands Say Yeah! como teloneros, en donde la gente se iba después de ver al primer acto, podría ser el estertor final para cualquiera. Una pista vacía. Las copas, ídem. Y la razón, quizá, podría correr el mismo final.
Pero como en cualquier historia cursi de superación personal, la perseverancia cobró frutos. Después del Alligator (2005, Beggars Banquet) y como una brea lenta pero abrasiva, el cuarto disco de The National fue el detonante. Ahora sí vendrían algunos reconocimientos, como los de algunos críticos que, para ir contra la corriente, exaltaban su trabajo con el desparpajo clásico de la presunción.
Era el 2007, y Boxer llegaba a los oídos de la gente.
Hay algo intrínsecamente melancólico en The National. Algunos lo atribuyen a la voz. Otros a la música. Yo creería que es la pluma. Ahí es donde se esconde el extra que los hace embelesantes. Son narraciones impresionistas, pero letales. Un flujo de palabras que rayan en lo surrealista y que, sin embargo, con un esfuerzo ulterior y sabiendo que son sentimientos apalabrados, el efecto es abrumador.
Las reflexiones sobre la vida que un personaje envinado que raya en lo neurótico presenta, son quizá, las oraciones catárticas que se necesitan en tiempos de crisis. Las pérdidas, el ego, algo de amor y la dualidad entre el éxito y el fracaso, son los motores que, acompañados de una musicalidad compleja y exquisita, ponen al cuarto disco de The National como un clásico ineludible.
Entre canciones con rezagos políticos como “Fake Empire” que, sin embargo, se sienten tan humanas, lo ominoso en temas como “Mistaken For Strangers” que habla de cambios poderosos e inevitables, o la banalidad de sólo querer irse de un lugar para llegar a la casa, destender la cama, y hacer chistes estúpidos con la persona que despertará del lado izquierdo en “Slow Show”, Boxer (2007, Beggars Banquet) se yergue como un compilado de experiencias, sustancias, reflexiones y sentimientos.
La búsqueda incansable, honesta, de algunos amigos que no se conforman con la construcción de un coro que se repita sin cesar en las tiendas departamentales. Más bien, el sentido llega cuando la reiteración se produce en algún espacio más íntimo, quizá con esa limonada barbitúrica, los ojos bien abiertos, una sonrisa torcida y la irreprimible sensación de poner la mente en blanco y entregarse al placer.
O en el caso contrario, ceder a la vital e inherente reflexión de los humanos.