Paolo Sorrentino es un artista. Una especie de medium moderno que tiende un puente entre el aquí y el ahora y un mundo mágico que ha creado para nosotros y aparenta estar en los alpes Suizos. Un universo que tiene que ver más con el neorealismo italiano que con las películas de superhéroes. Una realidad que apela a un pasado en la que todo era tan bello y tan grande que vale la pena añorarlo. En ese espacio particular -en el mundo de Sorrentino- también habitan monstruos entrañables. Pequeñas creaturas que nos recuerdan que no somos perfectos y que todos tenemos un lado obscuro. Un escritor que no escribe, un político empoderado, un director de orquesta retirado, una editora enana, una Miss universo inteligente, un futbolista acabado por las drogas y el sobre peso, la crem de la crem de la decadente sociedad romana.
Un bestiario particular por donde todos estos seres pasean sus tristezas y nos recuerdan que la belleza está en todas partes. El espíritu de Fellini y Tornatore encarnados en un director que inventa su propio estilo.
Rebuscado, barroco, elaborado. Pirotécnico y deslumbrante, brillante y reflexivo. Con sus diálogos complejos y sus monólogos filosóficos. Con su música y, sobre todo, con sus silencios.
Admirador de los Talking Heads, de Maradona y de Scorsese, Sorrentino nos reta de nuevo con esta película. Nos pide atención y complicidad a cambio de no subestimarnos como espectadores. De contarnos una historia de la amistad de un par de artistas, que en el ocaso de su vida, buscan despedirse de la manera más digna posible.
Michael Caine, Rachel Waize, Harvey Kaitel, Jane Fonda y Paul Dano en una nueva joya imperdible.
@elmoremoreno