(Moshi Moshi/Island, 2010) ¿A qué suena el 2010?
Los jóvenes de esta generación sufren una crisis de identidad. En lugar de generar estilos de música y moda nuevos, un gran porcentaje de exponentes de dichos ámbitos se ha dedicado a recrear aquellos ambientes que caracterizaron a décadas anteriores. Éste es el caso de la banda neoyorkina The Drums, cuyo sonido ha sido llamado por muchos “Joy Division en antidepresivos”, gracias a su sonido reminiscente al movimiento post punk de los ochenta.
Este álbum no está hecho para resaltar de entre el montón. El revival del c86 está en su apogeo, y agrupaciones salen hasta por debajo de las rocas en busca de capturar la esencia de íconos del tipo de The Bodines, The Shrubs y The Pastels. Jonathan Pierce, Jacob Graham, Adam Kessler y Connor Hanwick se unen a bandas como Best Coast, Vivian Girls y Dum Dum Girls en una mezcolanza de voces veraniegas, simples progresiones de acordes y reverberación.
No obstante, la sobreexplotación del género no le quita mérito a The Drums. Es un disco sin pretensiones líricas, con una honestidad entrañable que raya en lo inmaduro (“I need fun in my life / And I need life in my fun” – “Necesito diversión en mi vida / Y necesito vida en mi diversión”). Con “Down by the Water”, la banda logra una perfecta balada cincuentera rebosante de miel (“If you fall asleep down by the water / Baby, I’ll carry you all the way home”). El sencillo que abre la producción, “Best Friend”, resume lo que The Drums aspiran a hacer: música lo-fi, simple, con alma juguetona y los sentimientos a flor de piel.
Con cada reproducción, las canciones se anidan más en el subconsciente, como si fueran viejas memorias de una vida pasada. Acompañado de un par de lentes de sol, una alberca y una cabellera enmarañada, The Drums transporta al joven eterno a un universo paralelo en el que las décadas de los cincuenta, los ochenta y los dosmil son una sola. El 2010 no quiere autodefinirse; el 2010 sólo quiere cerrar los ojos, subir el volumen y escuchar a The Drums.