Sor Juana vs la esperanza

Sor Juana vs la esperanza

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¿Quién no vincularía a una monja con un concepto como la esperanza? Hermana de la fe y prima de la ilusión, las tres se sustentan en un principio indefectible: la confianza y certidumbre de que algo o alguien que no se ve y no se toca, existe u ocurrirá. Un sentimiento exclusivamente humano que no necesita de evidencia para detonarse, más que el anhelo propio. Estas tres parientes vaporosas se alimentan de la convicción de que una fuerza rectora, cósmica o personal, proveerá de lo que se desea o se aguarda con afición, siempre suspendidas en el delirio de quien enarbola el pensamiento.

¿Cómo concebir entonces a una religiosa que rechace estos ideales? ¿Por qué una esposa de Cristo no alabaría a la esperanza como un bien socorrido y aspirado, siendo ésta una virtud teologal y prácticamente intrínseca a quien dedica su amor a Dios? Pues incluso ahí, en esa simple deducción, Sor Juana Inés de la Cruz consiguió desafiar las convenciones de su hábito una vez más, uno que la unió a la fe cristiana, pero que nunca la alejó del escepticismo, el disentimiento y la especulación.

Así, con rudeza y perspicacia, Sor Juana no sólo confronta a la esperanza con su naturaleza volátil y superflua, sino que además, se mofa de ella con su acostumbrada mordacidad literaria, demostrando que no hay concepto, modelo o regla que logre escapar de sus laberintos endecasílabos. Si ya en novecientos versos logró desmenuzar el universo entero con su Primero Sueño —obra cumbre a la que ningún neófito de la monja mexicana debería acercarse sin precaución— ¿cómo no esperar que la esperanza acabe rendida frente a las rimas de Sor Juana?

Pero antes de entrar en los arrebatos poéticos de la Fénix de las Américas, vale la pena revisitar unas cuantas estrofas de otros autores que colocan a la Esperanza en el lugar contrario a ella. Ya el mismo Villaurrutia le dedicaría precisamente un soneto que lleva su nombre, en el cual se “sueña despierto en la sola posesión de lo que espera”, y que claramente está abanicado por los alientos sorjuanescos y quizás hasta de Teresa de Ávila.

Y empezando precisamente con ella, la gran mística española, en su célebre poema Vivo sin vivir en mí enuncia en la sexta estrofa:

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza.
Muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Aquí, Teresa de Ávila reivindica su anhelo a nivel religioso y reafirma su fe, verso tras verso, con la esperanza por delante, una que le otorga paz frente a la calamidad por la promesa de una vida eterna en el seno divino. Versos antes dice:

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga.

Qué amarga es una vida sin el Señor, dice, pero reconoce también que una espera prolongada debe serlo también.

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Pero aún más poderoso y apasionante es aquel soneto anónimo atribuido con frecuencia a la misma Santa Teresa o a su contemporáneo, otro de los grandes poetas de la mística castellana, San Juan de la Cruz (ambos le anteceden un siglo a nuestra Juana Inés). Aunque huérfanos de autor, estos versos encumbran el sentir y plenitud de un creyente arrobado por el amor que le guarda a su Dios, entregado por completo a la esperanza, ideal que no sólo le aporta serenidad frente a su destino, sino que también lo complementa y fortalece en la pasión de su amor incondicional.

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Aunque pareciera que la esperanza no juega un rol importante en el sentir de su autor, llegando al punto de finalizar con la sentencia “aunque lo que espero no esperara”, no puede haber otro origen de un amor tan ciego, devoto y entregado que la esperanza misma, pues el amante se debe a un Dios que no ve más que en estampa y que idealiza, más allá del cielo y el infierno, a un grado tan superior y excelso que sólo puede ser producto de su propia fantasía.

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Pero Sor Juana, con todo y su rosario, alineada a la regla de San Agustín por la Orden de San Jerónimo, era tras el velo, una genio suscrita a la evidencia y la comprobación. Su ánimo científico, que nada la contrariaba con sus votos religiosos, la condujeron siempre a contemplar, reflexionar y deducir por su cuenta, en una era donde las mujeres no tenían acceso a las academias y sólo los libros y el impulso propio podían conducirlas al conocimiento.

Incluso sus grandes e irresistibles poemas de amor son muestra de que el pensamiento sorjuanino se sustenta en la prueba y no en la suposición. Dicho de otra forma: a Sor Juana no le bastaba la esperanza, la conjetura o la sospecha. Por eso dice en un momento:

Salgan signos a la boca
de lo que el corazón arde,
que nadie creerá el incendio
si el humo no da señales.

O en esos otros versos famosos en que su voz poética le habla a un amado que desconfía de ella:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba.

Para Sor Juana, el amor debía dar señales y evidencias que lo patentaran, como si se tratase de cualquier otro fenómeno físico o astronómico de los que estudiaba en su celda o en el patio del convento.

Sor Juana no sólo confronta a la esperanza con su naturaleza volátil y superflua, sino que además, se mofa de ella con su acostumbrada mordacidad literaria


No es de sorprenderse entonces que, llegado el momento de hablar de la esperanza, valor nada ajeno a su tradición ni su época, ella se sulfure frente a la sola idea de bastarse con algo que no existe y no es palpable. Por eso, en los dos sonetos que escribió al respecto, la fulmina.

En el primero, llega incluso a tildarla de enfermedad:

Diuturna enfermedad de la esperanza
que así entretienes mis cansados años
y en el fiel de los bienes y los daños
tienes en equilibrio la balanza;

que siempre suspendida en la tardanza  
de inclinarse, no dejan tus engaños
que lleguen a excederse en los tamaños
la desesperación o la confianza:

¿quién te ha quitado el nombre de homicida
pues lo eres más severa, si se advierte  
que suspendes el alma entretenida

y entre la infausta o la felice suerte
no lo haces tú por conservar la vida
sino por dar más dilatada muerte?

Mientras Teresa de Ávila reconoce a la esperanza como medio para su inmortalidad y gozo de su vida en la espera de lo eterno, Sor Juana no sólo la llama homicida, sino que la acusa de prolongar la muerte para dar más sufrimiento.

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Su otro poema, alcanza una sofisticación metafórica exquisita. Aunque menos dura en sus calificativos, la monja jerónima no deja de ser implacable en su descripción del sentimiento. La llama “loca”, “decrépita”, la denuncia como ficticia y vana de tesoros.

Su memorable Verde embeleso reza así:

Verde embeleso de la vida humana,
loca esperanza, frenesí dorado,
sueño de los despiertos intrincado,
como de sueños, de tesoros vana;

alma del mundo, senectud lozana,
decrépito verdor imaginado;
el hoy de los dichosos esperado,
y de los desdichados el mañana:

sigan tu sombra en busca de tu día
los que, con verdes vidrios por anteojos,
todo lo ven pintado a su deseo;

que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.

Sor Juana no sólo termina por acusar a la esperanza de ser un mero embeleso que cautiva a quien la admite. También se burla de esos que la sienten y que se han dejado llevar por su alucinación. Cuando dice “los que, con verdes vidrios por anteojos, todo ven pintado a su deseo”, pareciera asegurar que la esperanza es entonces un modo artificial de mirar la realidad, unos lentes que desfiguran los sucesos al antojo de quien los trae puestos.

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Por eso, Sor Juana se llama así misma afortunada, afortunada por ser cuerda, por no sucumbir a este “frenesí dorado”, ni verse opacada por su sombra. Finalmente, a través del poder de la sinestesia, consigue conferirle a sus manos, y por tanto, al tacto, la posibilidad de ver. Por eso concluye, haciendo honor a su naturaleza ávida de respuestas, que sus ojos están en sus palmas, por lo que no podrá ponerse anteojos para engañarse. Solamente creerá en lo que puede ver y no en la invención de lo que no se puede demostrar.

Aún así, Sor Juana creía en Dios y veía en toda la materia evidencias de su creación. Y eso es lo que la convierte en un personaje religioso increíblemente fascinante y complejo.

Ella quería descifrar el universo entero, se soñó haciéndolo y fue el gran fracaso de su espíritu rendido ante la inmensidad del cosmos y su imposibilidad de asimilarlo en su totalidad, lo que la condujo a su decepción como intelectual. No por eso dejó de intentarlo. Conceptos mundanos y propios de la humanidad como el amor, la esperanza, los celos y hasta la cocina, fueron ejes temáticos que sirvieron para su exploración del todo. Y fue gracias a esa naturaleza inquisitiva y su agudo discernimiento, que nos dejó largos estudios y disertaciones, la mayoría escritos en verso, de una mente brillante que agitó su pluma con un propósito único, que fue, en sus palabras:

“Yo no estudio para saber más,
sino para ignorar menos”.

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