Sin niños y sin adrenalina.

Normalmente llegar al estadio Azteca cuando juega el América es toda una odisea; es imposible no atorarse en el tráfico capitalino, ya sea por Tlalpan o Periférico. Te rebasan camiones con la leyenda “La Monumental” rayoneada en la parte de atrás, colmados de americanistas exaltados que corean “llevo tatuados en la piel los colores del América”, avientan basura a la calle y le pintan dedo a la familia que está cruzando la avenida. Si llevas la ventana de tu coche abajo, los vendedores ambulantes podrían incluso abusar de ti; te ponen un gorro de un balón en la cabeza e insisten que te ves guapísimo con él, te meten los churros de “Doña Cuca” en la boca y te obligan a pagarles. Los revendedores le dan un leve golpe a tu cofre para llamar tu atención y luego te gritan sus tremendas ofertas: “¡700 varos en platea, güerito!”; es peor que cruzar la frontera de Estados Unidos. En un miércoles de principio de mes, a las ocho de la noche, y en un partido contra el poderoso Veracruz, la calzada de Tlalpan puede respirar.  

Caminando hacía la puerta principal del estadio encontré un basurero lleno de coches. Al ir zigzagueando entre estos, de la nada me topé con un charco que era imposible no pisarlo. El problema es que al pasarlo recordé que no había llovido ese día. ¿Será qué el coche de junto estaba goteando? ¿Qué la señora de las “quecas” decidió tirar ahí el agua de horchata que le sobraba? O, en el peor de los casos, ¿será agua de riñón? Lo bueno es que al finalizar el laberinto de autos salió a la vista el mítico coloso de Santa Úrsula, y mi mente se inclinó más por los pensamientos optimistas.

 

Al entrar a la tribuna del estadio por novena vez en mi vida, se me puso la piel chinita, justo como en las otras ocasiones. Muy pocos estadios en el mundo tienen el poder de impacto que el Azteca posee. Su magnitud es incomparable. Se puede palpar la historia que se ha escrito en esa cancha, los muros tienen inscritos todos los gritos ahogados de celebración, desesperación y júbilo en ellos. Al entrar al Azteca se siente un calor amigable, pasional, único y perfecto.

 

En las pantallas del estadio se proyectó una imagen memorable. Cristóbal Ortega salió del túnel que conecta a los vestidores con la cancha, resguardado por sus dos “secuaces”; a su izquierda el “cabezón” Luna y a su derecha el “maestro” Carlos Reinoso. Me recordó a ese comercial donde en cámara lenta Cuauhtémoc Blanco camina junto a Paco Palencia y el “Matador” Hernández con la canción “Forever Young” de fondo. Así pisaron de nueva vez tres íconos americanistas la cancha del estadio Azteca; sólo que esta vez, irónicamente, entrenando al equipo rival, los Tiburones Rojos de Veracruz.

 

Dos cosas me llamaron mucho la atención en esta visita al estadio: la primera fue que ni en la explanada, ni en las rampas, ni en las tribunas, observé a algún niño. Me dirán que era muy noche, que era miércoles y que al otro día tenían colegio. Pero no encontrarse a ningún chamaco, en un estadio que se caracteriza por tener un ambiente familiar me pareció alarmante. ¿Dónde quedaron esos años donde la tribuna estaba repleta de niños, mujeres y familias?

 

La segunda fue que comparando esta visita al Azteca con otras, noté una diferencia en el ánimo de la gente. El América va de líder general, golea y gana bonito, pero los goles ya no se viven como antes; ¿será que el americanismo ya se acostumbró a ganar y por lo tanto le exigen más a su equipo? El equipo azulcrema lleva seis torneos consecutivos calificando a liguilla, en tres de ellos llegó a la semifinal, en uno a la final, y en otro fue campeón. ¿acaso se perdió esa adrenalina, esa pasión y esa llama en el americanista? ¿Desde cuándo se le dejó de exigir al equipo de Coapa el campeonato cada torneo?

 

Rodrigo Balvanera // @ro_balvanera_

[EVENTO] FRECUENCIAS URBANAS 01 #NSMBL #BLKMRTKMX

40 Aniversario Revista Tierra Adentro