Por Eduardo de Gortari (@edegortari) Como bien dijo Foster Wallace en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, el tenis es una clase billar donde las bolas no están quietas,un tipo ajedrez que se juega en el aire. De ahí que sea tan atinada la elección de Álvaro Enrigue al hacer del tenis el eje temático de su última novela, Muerte súbita (Anagrama, 2013). Galardonada con el Premio Herralde, Muerte súbita trata, ante todo, de una partida de tenis entre dos contendientes notables: Caravaggio y Quevedo. Y desde aquel impresionante juego que se da en 1599 en Roma, Enrigue empieza a tejer una red de historias cruzadas y paralelas que en parte culminan con un juego de tenis entre titanes del arte y la literatura, y que, por el otro lado, forman el retrato más vívido que hayamos visto en mucho tiempo sobre una época: la Contrarreforma.
Hay lugar para todo en Muerte súbita: desde la cabeza de Ana Bolena hasta la muerte de Cuauhtémoc, desde las utópicas empresas de Vasco de Quiroga hasta el pésimo marketing histórico de Hernán Cortés; y en medio hay papas, escritores, reyes, La Malinche, opiniones poco frecuentes (que no menos mordaces o hilarantes) sobre la conquista de América y hasta los tenis rotos del autor en el cesto de la basura. Hacía mucho tiempo que no habíamos visto una novela tan desafiante como entretenida, tan exacta en su ejecución como fresca en la forma de acercarse a sobadísimos personajes históricos. En parte, la genialidad del libro se debe a que desde una estructura fragmentaria causa una fuerte sensación de totalidad: frente a los ojos del lector pasa todo un siglo en escasas 200 páginas: No hay actos pequeños o intrascendentes en Muerte súbita: lo que se dice en México en una conversación tiene repercusiones enormes años después del otro lado del mundo, y viceversa. De pronto una partida de tenis entre uno de los mejores pintores de su tiempo y uno de los mejores poetas de toda una lengua deja de ser una anécdota genial para convertirse en el símbolo de una época.
Pero, llena de magníficos párrafos y aún geniales tuits, también esta novela brilla por la forma en la que el mismo autor se cuestiona sobre ella al momento de escribir. Y estos cuestionamientos no sólo se refieren a los motivos que tuvo Enrigue para escribir su novela, sino a los motivos que se tiene para escribir casi todas: Al hablar de Quiroga el autor escribe: "No sé de qué trata este libro. Sé que lo escribí muy enojado porque los malos siempre ganan. Tal vez todos los libros se escriben porque los malos juegan con ventaja y eso es insoportable." Pero este desquite literario no necesariamente indica que esta novela sea sobre los perdedores, sino más bien sobre el gran estilo que algunos tienen al perder y que hacen que la simple victoria a veces parezca una exhibición de mal gusto: "no siempre hay que ganar para ganar", escribió Enrigue hace poco en su cuenta de Twitter y esto aplica a más de uno de sus personajes.
Luego de libros tan buenos como Hipotermia o Vidas perpendiculares, Muerte súbita reafirma a Álvaro Enrigue como uno de los mejores narradores a la hora de desafiar y revitalizar nuestro idea de lo que debe ser una novela y, de paso, lo confirma como de los autores principales de su generación en la lengua. Si usted no lee Muerte súbita se está perdiendo una novela que, al fin de cuentas, es como una buena partida de tenis: elegante y brutal, rápida y emocionante.