A pocos días de la noche del domingo pasado en la que Birdman, dirigida por Alejandro G. Iñárritu, se convirtiera en la gran triunfadora de la 87ª entrega de los Oscar se ha escrito mucho al respecto. Lo mismo para ensalzar como próceres al realizador guionista y a su cinefotógrafo —Emmanuel Lubezki— que para atacar con ánimos patrioteros y nacionalistas a su filoso y sarcástico amigo Sean Penn.
Lejos de la polémica, el triunfo de estos dos talentosos cineastas mexicanos es, además de muy merecido, resultado de años de trabajo y constancia en una de las industrias culturales más competidas del mundo.
Para explicar este éxito valdría la pena remontarnos a la noche del 25 de febrero de 2007, también en la entrega de los Premios de la Academia cuando, los propios Iñárritu y Lubezki estaban nominados al mismo galardón acompañados de otros 5 compatriotas en diferentes ternas. Aquel día, los reconocimientos fueron para Eugenio Caballero y Guillermo Navarro pero es muy evidente que la semilla había caído en tierra fértil.
8 años después, el sonoro triunfo de un director y fotógrafo mexicanos conseguido a sólo 12 meses de que el propio Lubezki y Alfonso Cuarón se llevaran los mismos premios, hablan de mucho más que un golpe de suerte.
Apelando a la idea del soft power, ése que se asume ha ejercido la industria del entretenimiento norteamericana desde hace años en todo el mundo de manera paralela a un imperialismo armado —el hard power—, es muy interesante ver a una cantidad importante de talentos nacionales infiltrados en lugares de privilegio en un negocio tan trascendente.
Al igual que en un Mundial en el que todos nos identificamos y nos sentimos directores técnicos, la tarde del domingo todos sabíamos de cine y, al triunfar nuestros compatriotas sentimos que superábamos el no era penal, y el nos robaron.
Parafraseando otra frase célebre, y dándole un nuevo sentido, se gritó con orgullo: Ganamos como nunca, jugamos como siempre.