Desde el Llobregat hasta el Besós, el frente marítimo de Barcelona ha experimentado una transformación profunda en las últimas décadas. El proyecto olímpico de 1992 derribó la barrera que había separado al barcelonés del mar y redituó en casi 6 km de playa útil, abonados anteriormente al fantasma industrial que luego de los pujantes veinte había ido trastocando su razón de existir hasta quedar obsoleto: vestigios metálicos, efluentes urbanos, remanentes de casetas antiguas a un paso de ceniza balear: el borde marino, anteriormente aislado por completo de la ciudad, desde Arenys de Mar hasta Sant Adrià dei Besós, recuperó el esplendor natural que su ubicación geográfica le concede, por el simple hecho de ser. El plan de rehabilitación –que había sido trabajado por el ayuntamiento desde mitades del siglo pasado y no fue puesto en marcha sino hasta el año 1986, a razón del nombramiento olímpico– incluyó, además de los implementos en playa, la construcción de una Villa Olímpica en Poble Nou, la reutilización de la Barceloneta, la construcción de áreas de entretenimiento, parques, astilleros, restaurantes, zonas comerciales; y perfilado hacia el nuevo milenio, un recinto que albergase el Foro Universal de las Culturas, cuya primera edición se llevó a cabo en la Ciudad Condal en 2004.
Frente al litoral del barrio de Besós se halla una enorme placa solar fotovoltaica elevada sobre el mar y que bien parece una grada vencida desde la cual se puede contemplar el oleaje de la Costa Brava. Justo en medio del puerto deportivo se asienta el corazón del Fòrum, que desde el 2005 aloja cada año uno de los festivales más completos del globo: el Primavera Sound. Las tres primeras ediciones se habían realizado en el Poble Espanyol (una extraña suerte de parque temático donde están representadas, a la usanza Epcot, cada una de las provincias de la península), pero el crecimiento inusitado del festival, la suma de patrocinadores y el empuje del público, que ha tomado como costumbre rematar la última esquina de la primavera en el Primavera (y se descuelga desde cualquier rincón de Europa o del mundo para tales efectos) obligaron a los organizadores a mudarse en busca de una locación más adecuada. Una decisión bien atinada, porque el tamaño del Fòrum es apenas el necesario para un evento de estas proporciones (270 conciertos en un total de 10 escenarios), que recibió 160,000 visitantes en su edición 2012, casi cuatro veces más que siete años atrás, cuando decidieron dejar Montjuïc.
El Primavera Sound es un festival distinto. Para comenzar, no cuenta con zona de acampada. Además sucede en Barcelona. Este hecho, que puede parecernos mínimo o empapado de obviedad, es más bien un desagravio para el espíritu festivalero por antonomasia, comúnmente exacerbado en pequeñas poblaciones no demasiado alejadas de centros urbanos importantes, cuyo único atractivo turístico es, precisamente, hacer de hogar a aquel festival que suele llevar el nombre del lugar al radar del melómano, y lo conduce, año con año, a estas mecas instantáneas, que no bien terminada la euforia se eclipsan de un ramalazo hasta el verano próximo. Tal es el caso de Glastonbury o de Benicassim. También de Woodstock. ¿Por qué otra razón estarían estos nombres en nuestra cabeza? Este hecho, por supuesto, reconfigura la mente del asistente en turno: hay mundo más allá del Primavera. No es posible abandonarse a la extática clemencia de las sustancias sin que en la cabeza deje de estar presente la obligación de hacer el recorrido de vuelta a casa, sin que exista otra posibilidad al término que ser evacuado por algún elemento de seguridad cuando comience a morder el sol. He estado en festivales donde las mañanas son de recoger cadáveres. Aquí no. Al terminar –a eso de las cinco treinta o seis– quedan los últimos amagos de la noche barcelonesa y la fiesta post festival, que también puede –y debe– extenderse hasta confundir la sucesión de días; pero esto ocurre de forma disgregada, y si cabe, menos catatónica. No, aquí no hay acampada: los asistentes bajan hasta el Fòrum andando por Diagonal o por el Paseo Marítimo, llegan en tren o en metro, dejan encadenadas sus bicicletas en los pinos que rodean el recinto y luego vuelven en grupos tranquilos, sin que falte algún inglés al que las pintas han hecho perdido los estribos, pero en mansedad insólita, de tropa.
Gabi Ruiz es el encargado último de efectuar la curaduría: todas las decisiones, al fin y al cabo, se avalan o descartan en su despacho. Se ha rodeado de buena gente: Incluso promotoras como All Tomorrow Parties o medios especializados foráneos del calibre de Pitchfork han sumado esfuerzos a la iniciativa del festival más envolvente de Europa y confeccionan a placer los horarios en los espacios que llevan sus marcas como aval. Sin embargo es Gabi, a pesar de cualquier intervención externa, quien funge como responsable directo de la oferta musical del Primavera. Es él quien establece los baremos para que el cartel posea ese carácter integral y característico: una sucesión de actos tan distintos entre sí que uno se pregunta de pronto cómo pueden caber en un mismo espacio y de igual modo estar unidos por un hilo misterioso sin desentonar ni un poco: ahí la mano del programador discreto, que construye sin imponer su voluntad, ajeno a los caprichos (o bien, consigue camuflarlos) y capta así un asistencia heterogénea y multifacética, de gustos encontrados, incluso. De ahí que entre la concurrencia pueda contarse al moderno exagerado (contraparte española de nuestro hipster), al punkie ajado, al raver fosforescente, al padre de familia de gustos exquisitos y otros tantos estereotipos repetidos una y otra vez a lo largo de tres días. Cada público tiene su porción bien definida de festival, más no por ello debe ceñirse al plan que la organización ha trazado para su experiencia: el recinto es propicio para recorrer amplios espacios de música nueva y diversa, casi desconocida, espacios que cohabitan con los grandes actos (entre sus grietas, podría decirse) y suelen redituar en sorpresas mayúsculas, nuevos ritmos que a partir del insólito descubrimiento pasarán a engrosar las filas de nuestro disco duro. Así sucedió para mí: más allá de los grandes actos del escenario principal, de la enésima resurrección de Robert Smith, el pop perfecto de Wilco, la potencia populachera de Franz Ferdinand, o el delicado hilo vocal de Hope Sandoval, en el Primavera asoman maravillas que se escuchan a lo lejos en claves anónimas. Basta eso; encantan y reconducen el camino. Programación variopinta que no se ajusta sólo a los reclamos del mercado: conviven entonces los Marianne Faithfull, The Pop Group, Justice, Mayhem, Jeff Mangum, The Chameleons, Beach House, The XX, Yo la tengo y muchos más, que aparentemente tienen apenas cosas en común; sin que esta disparidad de al traste con los parámetros de selección: ni se vuelven laxos, ni pierden sello. Todo lo contrario. Incluso los actos cancelados (Bjork, The Melvins) pasaron desapercibidos ante el vendaval inabarcable de una oferta a la cual es imposible ocupar en su totalidad: el espectador tiene entonces que tomar la difícil decisión entre satisfacer su complejo sibarita y asistir a una tercia de conciertos bien elegidos, de principio a fin, que valen ya el precio de la entrada, o si en cambio se dispone uno a poner cruces en la hoja de Excel donde ha marcado el itinerario a seguir en el día al observar fragmentos de todos los actos posibles, como quien colecciona cromos. Escenarios de reencuentros imposibles (Codeine, The Pop Group en ATP), otros más volcados a las tendencias actuales (Vice, Pitchfork), un auditorio para llevar a cabo montajes impresionantes, orquestales o acústicos, (Michael Gira o la interpretación señera del Third de Big Star por parte de miembros originales y algunos amigos entre los cuales se cuentan Ira Kaplan, Mike Mills o Jeff Tweedy) e incluso algunos pequeños nichos de bandas más próximas al experimento: nada hubo que no sonara ni tuviera representación en el Pimavera 2012.
Hablemos de números: el Primavera Sound cuesta 7 millones de euros y derrama 75. Casi once veces más. Nada mal para una temporada marcada por la recesión a nivel mundial y que en España se ha encarnizado, sobre todo en la supresión de estímulos para el sector cultural y los recortes estatales a los eventos de ocio. El abono por los tres días del evento roza los 200 euros. Uno solo, 80. Si tomamos en cuenta que el peyorativo término mileurista ha pasado en pocos años a ser dura realidad y ahora, en la peor época, incluso anhelo de una juventud instalada en las listas del paro, una asistencia de este tipo, y con estos precios, es casi un milagro. Habría que tomar en cuenta también que a falta de baños móviles para organizar Glastonbury (al parecer no existen suficientes sanitarios portátiles en Gran Bretaña para que otro evento compita con los Juegos Olímpicos), y la relativa ausencia de un festival francés de envergadura, ambas invasiones se dejan en Barcelona los euros duramente ganados durante el invierno. ¿Y la inversión? Ahí es donde entran las marcas. Es increíble la manera salvaje en que el evento está sometido al branding. Gran parte de la inversión proviene de multinacionales interesadas en el negocio de la juventud. Tampoco es ninguna novedad: hace mucho tiempo que no me paro por un evento de esta clase donde no se me intente vender a la mínima oportunidad un par de gafas, unos tenis o cualquier cosa que pueda venderse. Es la única manera que tienen de sostenerlo, me dice Jaume, periodista de una revista local de música, al tiempo que bebe una de las cervezas a un tercio del precio que los organizadores han dispuesto en la zona especial para periodistas. Es un profesional del festivaleo. Cada verano, Jaume recorre la península cubriendo los eventos musicales de la temporada: desde Contepopranea en Extremadura hasta Jazzaldía en Donosti, la geografía musical española goza de buena salud. Este año la cosa está jodida, me confiesa Jaume, no hay dinero. Las revistas disponen de menos medios. Los festivales se ocupan menos de la difusión. Dice, sin embargo: Primavera es lo mejor que nos queda, mira el Fib, por ejemplo, ha tenido que vender el cartel para seguir subsistiendo., la cosa está muy jodida. Pero yo no veo tan golpeada la economía. Nada como en México, al menos. A la prensa, eso sí, se le da un trato distinto. Algún mórbido del humor dirá que al menos a ninguno le pegan un tiro. Ni mucho menos: aquí disponemos de un sitio con conexión inalámbrica a internet, una zona de descanso, restorán exclusivo y fosas con agua de mar para relajar el cuerpo entre acto y acto. Las jornadas son maratónicas: los fotógrafos tienen que desplazarse entre escenarios, tomar sus imágenes durante las primeras dos canciones y luego multiplicar sus células para alcanzar otro escenario, que puede estar situado al otro lado del recinto. Los que escribimos siempre somos más perezosos. U observadores, depende de la hora.
Dos gracias más: en principio, PrimaveraPro, el encuentro de profesionales de la industria musical que se realiza en paralelo al festival. Promotores, empresarios, programadores de otros festivales, radiodifusoras, disqueras, editoras, regentes de salas, compositores, new media: todo el mundillo (nunca mejor dicho: 1400 elementos procedentes de 43 países) reunido en un lujoso hotel justo enfrente del Fòrum, alrededor de un evento que combina talleres, conferencias e intercambio profesional.
Otra: los eventos gratuitos en las sedes alternas. Entre miércoles y domingo, cinturones necesarios ante la dureza de los tres días de tinnitus obligado, abiertos al público en general y con grandes exponentes en las plazas públicas: The Wedding Present (interpretando el grandísimo Seamonsters), The Walkmen, Black Lips, Richard Hawley, entre otros. Y las matinés en el Primavera al Parc. Y las fiestas en la sala Apolo. A pesar de lo específico de la sede y que todo ocurre en un recinto vallado y en cierto modo, alejado del resto de Barcelona, las conexiones están vivas y el Primavera es un festival que tiene que ver todo con el lugar donde se organiza: retribuye, en cierta forma, algo a la ciudad que le da vida y la inunda con su espíritu. Se ve desde que uno recorre las calles más céntricas, en el Gótico o el Raval: la mirada cómplice de quienes llevan también una cinta flúor atada en la muñeca izquierda, y en el rostro las marcas de la batalla.
Gran año para el Primavera Sound, que se consolida como uno de los festivales top en un mercado saturado de conatos bien intencionados pero conatos al fin: si el bolsillo lo permite y se planea asistir a algún festival el ciclo entrante, piénselo dos veces antes de dirigir sus pasos a la excursión anual de Indio y ponga rumbo hacia Barcelona.