Martin Scorsese, un hombre mayor que mantiene encendido el interés por lo novedoso
Por Eduardo Limón
Con setenta y siete años prácticamente recién cumplidos e instituido como figura clave para comprender el desarrollo del cine, algo hay en el aura de un personaje como Martin Scorsese que lo hace parecer irremediablemente joven: quizá sea su constante interés por lo novedoso.
Amigo de Bob Dylan y Mick Jagger, cercano a círculos de poder en los que se mueven distintos intereses, todos influyentes (Bill Clinton entre sus relaciones más cercanas con la Casa Blanca, aquella que fue funcional mucho antes de la irrupción de Trump; Spike Lee como un vínculo con los intelectuales del Black Power contemporáneo; el empresario español José Lladó —por cierto, presidente del jurado que en 2018 premió al cineasta con el Príncipe de Asturias— como uno de sus vínculos más firmes con la gente que mueve el dinero a gran escala en Europa) y dueño de una carrera sólida e inobjetable, el director que ha empleado el ochenta por ciento de su existencia en llevar a cabo proyectos que se han convertido en parte del ADN de la cinematografía (mundial en general y estadounidense en particular) se halla viviendo justamente el vórtice de su vida que permite vislumbrar que, probablemente, su más reciente entrega, The Irishman, sea el último paso de un camino que comenzó a andarse en serio en 1973 con la llegada a los cines de Mean Streets, su primera cinta elevada con los años a la categoría de culto.
Amante del rock —ha filmado lo mismo cintas sobre la última gira de Dylan con The Band, conciertos en directo con The Rolling Stones y un sentido homenaje a George Harrison, Living in a material world, que se cuenta entre las joyas de gran formato que el director ha incorporado a su filmografía— y además de los temas humanos que rozan con frecuencia el existencialismo (Taxi Driver y Raging Bull entre las destacadísimas) nada le ha salido en la vida tan bien a Scorsese como contarnos historias sobre criminales. Al día de hoy, un sector importante de la comunidad italo-estadunidense sigue sin ver con buenos ojos al director gracias al retrato, dicen ellos, estereotipado, que se ha dedicado a diseminar por el mundo sobre su cultura. Los dueños de los restaurantes de pasta y los importadores de panes y postres podrán sentirse ofendidos, pero los mafiosos italianos deben sentirse orgullosos: el mejor teórico sobre asesinos enganchados por el poder y el dinero ha sido Martin Scorsese.
Envuelto en una polémica que lo puso al centro de los reflectores luego de afirmar categórico ante la revista Empire que las películas de superhéroes (particularmente hizo referencia a el universo Marvel) simplemente no le parecían cine sino “parques de diversiones”, Scorsese ha empleado las páginas del New York Times para ahondar un poco más en sus argumentos: la industria vive un momento delicado, en el que las calculadoras se han situado por encima de las historias y en donde la exposición de las pasiones humanas, que debieran ser el centro de toda película, se han visto relegadas en favor de la taquilla fácil. Con todo, The Irishman representa su propia postura dentro del momento singular por el que pasa la industria de la que ha vivido durante años: una cinta de gran formato (tres horas y media de duración) que se ha reproducido mayormente a través del streaming, que ya se encuentra encarrerada rumbo al Oscar y que ofrece, precisamente, todo lo contrario a aquello que ha criticado. Empleando las herramientas tecnológicas a la mano para hacer que sobreviva el cine que le interesa, ahí va Martin Scorsese, un hombre mayor que mantiene encendido el interés por lo novedoso, aunque por estos días su hija Francesca le haya envuelto sus regalos navideños forrándolos con papel de los Avengers.
*Este texto fue publicado en Animal Político el 27 de diciembre, 2019