Maestros del espectáculo: Caravan Palace
La primera canción ovacionada la noche del sábado en El Plaza no fue de Caravan Palace, sino de José José. Sonó El triste, del príncipe de la canción, diez minutos antes de que entraran los integrantes de la banda francesa. El público se despidió de José José, que falleció esa mañana, cantando a todo pulmón y con una ronda de gritos y aplausos cuando acabó. Las luces amarillas del pre-show hicieron dorado el humo que acompañó la despedida, más festiva que solemne.
Cuando por fin se hizo la oscuridad y el público, que iba desde los quinceañeros hasta los treintones que extrañan sus veintes, ya no podía esperar más, entraron los seis músicos reventando de energía. Al centro, en el espacio vacío, sin instrumentos ni micrófono, se colocó Zoé Colotis. En los primeros 30 segundos convenció a los escépticos: su baile, su voz y su interacción hiperactiva con sus cinco músicos es más que suficiente para llenar el hueco que la agrupación deja entre los instrumentos.
A lo largo del concierto, distintos grupos pasan a ocupar ese espacio junto con ella: el primero es el guitarrista Arnaud Vial, luego el contra bajo y tecladista Charles Delaporte y el saxofonista Victor Raimondeau comparten la responsabilidad. Hacia el final, el trombonista y productor en vivo Antoine Toustou realiza una coreografía en pareja con la cantante para cerrar el espectáculo de una banda que sabe pasársela bien en el escenario. El único que nunca entra a la pista de baile es Paul-Marie Barbier, está ocupado con los requerimientos sonoros de la banda: su virtuosismo en el piano y el sonido onírico del vibráfono. Esta banda no escatima en energía y movimiento, pero lo invertido tampoco lo pierde en la calidad de su sonido.
Con un sonido que se ubica entre el dubstep y un ensamble de octeto, el electro swing de Caravan Palace produce algo especial en el público. No es el trance de un concierto de electrónica, porque los conocedores cantan hipnotizados, pero sí permite a los que no se saben las letras dejar a su cuerpo perderse en el ritmo. Esta mezcla de sonidos es ejecutada además con las métricas irregulares que adoran los fans del jazz o los géneros progresivos, a la cuál el rock clásico y el pop son alérgicos. El lector puede tratar de aplaudir el ritmo y los acentos de cualquier canción de Taylor Swift y luego intentar lo mismo con Money de Pink Floyd o Jolie Coquine del grupo en cuestión. Esa es la diferencia en dificultad también para los músicos que ejecutan todo esto además de bailar, hacer segundas voces e intercambiar entre una colección de instrumentos que no hace más que aumentar conforme la noche avanza.
Tomando todo lo ya mencionado en cuenta, cada uno de los integrantes de la banda tiene todo lo que se necesita para subirse al escenario: los pasos, las voces, la destreza y el carisma. Si tuvieran actos como solistas, bien podría cada uno presentarse por su propia cuenta en El Plaza con proyectos más experimentales o un sonido menos saturado y aún así tener un show bien vendido. Ése es quizá el único “pero”: sus canciones están tan llenas de energía –brincos, bajos, agudos, electrónica, gritos, centelleos, chirridos, guitarrazos, voces, ritmos, baile, soplidos– y movimiento, que todo suena muy parecido.
La percepción al término es de un concierto largo aunque toquen poco más de hora y cuarto. Tal vez permitirse una visión un poco más individualista para tres o cuatro canciones, donde los ritmos sean más simples o los silencios tengan un rol más prevalente, daría el toque de variedad necesario.
Foto vía Iñaki Malvido