Los ecos surrealistas de Leonora Carrington
Por ahí del 2008, un compañero de letras, ferviente admirador de Leonora Carrington, compartió conmigo una anécdota que presenció una vez con la surrealista nacida en Lancashire, Inglaterra: en un encuentro cultural dedicado a su legado artístico, intelectuales y aficionados se congregaron para recibir a la escultora y poeta nonagenaria en un amplio salón que albergaba un piano. La audiencia, impaciente por ver a la hechicera de voz grave en carne y hueso, se enardeció una vez que Leonora puso un pie en el salón, a lo que la artista reaccionó con espanto más que con gozo. Vestida con una larga y oscura capa que la cubría de los hombros a los tobillos, con ese aire etéreo y fantasmagórico digno de sus obras, la horda entusiasta se abalanzó sobre ella, por lo que Carrington se escudó detrás del piano asomando sus profundos ojos y manos huesudas sobre la tapa, como si fuera uno de los personajes que inmortalizó en bronce.
"Uno tiene que tener cuidado con lo que se lleva una vez que ha decidido irse para siempre".
Leonora Carrington
Leonora tenía un carácter determinante y autónomo, pero su vida no estuvo exenta de matices caóticos. Su padre se había opuesto siempre a su vena artística. Él esperaba que llenara a plenitud el rol “impuesto” por su sexo: una joven grácil, bien portada, con un esposo y un futuro cómodo en las esferas altas de la sociedad. Pero las aspiraciones de Leonora eran mucho mayores y sus dotes mucho más prósperos.
En su obra de 1947, La Giganta o La Guardiana del Huevo, la figura central se apodera del espacio, rodeada de aves oscuras y monumentales que casi la igualan en tamaño y que parecen surgir de su ropaje: ¿son éstos agobios que escapan de sí misma, fragatas que acechan su tesoro? Detrás de ella, el mar se funde con el cielo en una mezcolanza de turquesas y marrones que deja ver la riqueza biológica marina, clara alusión a su infancia rodeada de animales. Sobre sus hombros cae un manto claro. ¿Inocencia, pureza, magia blanca? Vestida de anaranjado —color de la vitalidad y coraje— con estampados que reflejan fertilidad o evolución, sostiene en sus manos peculiarmente pequeñas un huevo plateado que frente a la inmensidad de su protagonista, se percibe frágil (la figura del huevo sería un elemento recurrente en su ficción pictórica y un símbolo crucial de sus aspiraciones maternales y protectoras). ¿Es acaso la giganta rubia de rasgos pueriles una niña agrandada?, ¿una proyección de la Leonora vigorosa frente a los desafíos de su contexto, pero vulnerable y quebradiza?, ¿es el huevo entre sus manos su núcleo vital, su cordura o su esencia? A sus pies, las miniaturas que la rodean la miran como una rareza fenomenal ajena a su existencia, incapaz de encajar en su entorno.
Tal cual la giganta de ultramar, Leonora fue incapaz de conectar con sus raíces, aristocráticas y suntuosas. Terminaría fugándose a París en la década de los treinta, enamorada del poeta y pintor alemán Max Ernst, con quien vivió un romance que la condujo inevitablemente al surrealismo.
Pero como sucede en el amor, ya sea por fuerza, voluntad o destino, el idilio llegó a su fin. Las resonancias atroces de la Segunda Guerra Mundial interrumpieron el febril amorío y obligaron a Leonora a escapar a España, devastada y al borde del colapso, mientras Ernst, después de dos arrestos en Europa, logró fugarse a Estados Unidos. Este vértigo emocional condujo a la inglesa a un psiquiátrico en Santander, etapa convulsa y traumática que después narraría con desenfreno y precisión sorprendente en su libro Down Below de 1943, citando toda clase de atrocidades y abusos que vivió como interna del manicomio. En su relato, vuelve a enunciar la figura del huevo como alegoría de la creación del universo, la contención del todo en una partícula minúscula:
"Esta mañana, la idea del huevo volvió a mi mente y pensé que podía usarlo como un cristal para mirar al Madrid de aquellos días, por Julio y Agosto de 1940. ¿Por qué no podría este huevo encerrar tanto mis propias experiencias, como el pasado y el futuro del Universo? El huevo es el macrocosmos y el microcosmos. La línea divisoria entre lo Grande y lo Pequeño, que hace imposible observar el Todo".
En Quería ser pájaro de 1960 (que sirve de retrato para el hijo de La Doña, Enrique Álvarez Félix un hombre esbelto contempla un objeto ovoide sobre el que traza planos cartográficos con una pluma de pavorreal. Su mirada, clavada en la superficie cobre del orbe, refleja la aspiración del título de la obra. Un ser que suspira por un sueño que no es, un deseo contenido y atrapado, un mundo que se traza a semejanza de sus anhelos. Sus piernas, humanas y terrestres, lo atan al suelo. Le impiden despuntar el vuelo. Por eso ha dibujado sobre ellas plumas y cálamos dorados, como imitando el abrigo de las aves y conjurando sobre sus muslos la naturaleza que pretende. Frente al huevo cobrizo, se eleva un halcón que con rostro fiero es testigo de los delirios del cartógrafo, o quizás, es ya la transfiguración de sus ensoñaciones, a punto de arrojarse desde la azotea sobre el cielo estrellado de la libertad. Aquí, Carrington vuelve a encumbrar al huevo como símbolo cardinal de evolución y como ánfora del subconsciente. El resguardo de los deseos de la mente y el corazón frente a una franca y desoladora realidad.
“Quizás no creas en la magia, pero algo muy extraño está pasando en este momento. Tu cabeza se ha disuelto en el aire y puedo ver los rododendros a través de tu estómago. No es como que estés muerto o algo dramático por el estilo. Sencillamente, estás desapareciendo y ni siquiera puedo recordar tu nombre".
Leonora Carrington
Después de los traumas en Santander y la Europa bélica, una nueva era creativa en América la acogió. Se casó con el diplomático y también poeta Renato Leduc, amigo de Picasso, para escapar de la guerra y de los estragos de su demencia. Se estableció en la capital mexicana y poco después se divorció en buenos términos de Leduc. En México comenzaría finalmente a gestar la etapa dorada de su obra, inspirada —como tantos otros surrealistas migrantes europeos— por la riqueza cultural y alegórica del país.
Esta influencia ancestral se manifestaría en el 63 cuando produjo el mural El Mundo Magico de los Mayas, arrobada por las historias, los mitos y el folclor de la región después de haber vivido una larga temporada en Chiapas. La obra de gran formato es una explosión de colores y símbolos en la cual danzan diversos aspectos del mundo precolombino, como la religión, la astronomía y la medicina tradicional, así como la relación inseparable de las poblaciones indígenas con la indómita naturaleza. Una mezcla ecléctica entre los montruos zoomorfos característicos de Carrington y la orografía de una tierra muy diferente a la fría Inglaterra.
Si bien la colmena surrealista en México era una amalgama riquísima de estilos y expresividades como los de la francesa Alice Rahon, el poeta Benjamin Péret y la mexicana Frida Kahlo, fue con Remedios Varo, venida de España, con quien Leonora trabó un vínculo estrecho y formidable, adornado de seres andróginos, atuendos vaporosos y contornos etéreos. Ambas artistas se caracterizaron por desdibujar los dimorfismos sexuales en sus personajes o representar a los seres femeninos en ambientes creativos, rodeadas de naturaleza, rompiendo con los atributos convencionales de su género.
Generalmente, los hombres surrealistas representaban a la mujer a través de desnudos, labios rojos o rostros de porcelana; intervenidos, mutados o fragmentados, pero claramente sensuales y voluptuosos. Por su parte, las hechiceras surrealistas como Varo y Carrington representaban la feminidad como experiencia, más que como arquetipo, despojándola de mitos o identidades pre-concebidas. Ambas proyectaron sus estudios esotéricos y cripticismos ocultistas en sus obras. Ninguna de las dos accedió nunca a revelar los significados de su simbología astral.
"No tenía tiempo de ser la musa de nadie... estaba muy ocupada rebelándome en contra de mi familia y aprendiendo a ser artista".
Leonora Carrington
Atraída por los movimientos feministas de la época y movida por su propia disidencia política y sexual, Leonora diseñó un afiche para el Movimiento de liberación femenina en México en 1973 titulado Mujeres Conciencia donde las fuerzas cósmicas se arremolinan en un entorno vegetal anunciando una nueva era en la conciencia femenina. Carrington concebía la emancipación de la mujer como un acto psíquico. La libertad a través del pensamiento. Sin embargo, era consciente de que tal liberación sólo era posible a través de un contexto político-social próspero y digno para el desarrollo intelectual de las mujeres, así como una cooperación entre ellas para generar una sabiduría colectiva y una actitud política activa.
Hacia los últimos años de su vida, Leonora destacó con especial grandilocuencia y unicidad en la producción en bronce. Volvieron a la vida los especímenes alargados y zoomorfos que poblaron por tanto tiempo sus pinturas e imaginación. Una vez más, los seres andróginos y animalísticos se apoderaron de tareas cotidianas, emanando un aura mística y poética que transfigura los espacios que habitan. Seres que finalmente asientan su bestiario fantástico, famoso por su distinguible estética y su austeridad morfológica. Bastan unos colmillos, unos cuernos o un pico para convertir un trozo de materia en una criatura mítica navegando por los arroyos de Paseo de la Reforma.
En obras como La baldolinista, La Palmista o La inventora del atole, la mujer vuelve a ser el centro de la acción. Fuerza creadora, impulsora de las artes o la ciencia, emancipada, solitaria y dueña de su destino. Mientras que en la célebre escultura Cocodrilo, inspirada en su cuadro del 98 Qué tal los pequeños cocodrilos, establece la iconocidad reptiliana que se volvería estandarte de su estilo. Los cocodrilos, seres de instintos primitivos y protectores de sus crías, representan la supervivencia del cuerpo y el espíritu a toda costa; seres conectados con el origen de la vida a través de su hábitat acuático.
“El amor absoluto es para los hijos o las hijas. Otros vienen y se van”.
Leonora Carrington
Pese a su inclinación feminista, Carrington disintió de sus aliadas contemporáneas y defendió el rol de madre como elemento clave en la experiencia de la mujer. Su segundo matrimonio con el fotógrafo húngaro Emir ‘Chiki’ Weisz le dio dos hijos: Gabriel y Pablo. Elena Poniatowska, amiga suya, recuerda que "fue una mujer que vivió para pintar y para sus hijos". La misma Leonora diría alguna vez: “Nosotras las mujeres somos animales condicionados por la maternidad. Para los animales que somos femeninos, hacer el amor, seguido por el gran drama de dar a luz a un nuevo ser animal, nos empuja a las profundidades de la caverna biológica”.
Su matrimonio con Emir prosperó hasta el final de la vida del fotógrafo en 2007 a sus 97 años, cuatro años antes de que ella muriera por complicaciones pulmonares en 2011 en la Ciudad de México a los 94. En 2005 su obra El Juglar de 1954 fue subastada por la célebre casa de británica Christie’s en 713’000 dólares, estableciendo un récord por el precio más alto pagado por una obra de un artista surrealista viviente. Siempre quiso volver a Inglaterra, pero su familia, sus hijos y las resonancias de su legado estaban aquí.
Con la reciente inauguración del Museo Leonora Carrington en San Luis Potosí, que alberga más de cien piezas que incluyen esculturas, joyería, litografías y bocetos inéditos, queda manifiesto el inmenso amor que México le guarda a la Giganta de Inglaterra, incansable y franca revolucionaria, sibila de las vanguardias plásticas latinoamericanas.
"Mi cabeza es un féretro para mis pensamientos, mi cuerpo es un ataúd".
Leonora Carrington