Dwight Howard es un monstruo. Una estatua colosal que se yergue desde la madera. Amo y señor del tablero. Muestra el balón y, acto seguido, lo esconde. Maltrata el aro. Sus manos disparan cometas anaranjados cuya trayectoria parabólica debería ser estudiada por la NASA. Con la fuerza de sus hombros es capaz de descarrilar al tren de Amtrak que recala en Houston y su salto desafía las leyes de gravedad; cuando apunta, sus pies parecen prepararse para el vuelo. Howard encarna a un nuevo prototipo de superhombre. No hay kriptonita que le surta efecto. Howard es sobrenatural.
Bautismo de NBA para quien escribe. Pude atestiguar el cotilleo: la NBA es fábula y genio; donde nunca parece ser tarde, aparición de lo imposible, logaritmo y arrebato. Ráfaga. Vientos huracanados de balón en vaivén. Impulsos eléctricos. Violenta velocidad. Todo y pudo ser más, si quienes en la duela hubiesen querido que hubiera más. Fue la chicharra atronadora al anunciar los tiempos muertos, las luces cegadoras, la pantalla gigante, el sonido del balón que es detenido violentamente de su vuelo rumbo a la red como el estallido controlado de una bomba, el chirriar de la madera, el aro trémulo, los gigantes danzante, sus caídas y sus pequeñas proezas, sus manos al balón, sus empellones y sus guerras, sus golpes que arrebatan el aliento.
Fue el público aletargado, murmullos, vítores y bramidos a cada tapa, cada triple, cada corpus, el “eeeee, puto” a cada tiro libre, la música plástica, las botargas simpáticas, el show que quiso ser absoluto, pero apenas fue. Y fue el hot dog insípido, las playeras voladoras, las piruetas imposibles, las bailarinas rompecorazones, el aire gélido, las sospechas de humo y transformadores de luz averiados, destierro al infortunio. La noche que tardó un año en llegar. Fue ver al basquetbol.
La noche en la Arena Ciudad de México también fue el talento de Zach LaVine, postizo de Ricky Rubio, un malabarista, director de orquesta, bota con violencia y sigilo, hipnotiza y engaña. Embruja cuando bota. Nigromante del balón. Desgarbado, liviano. Colosal por estatura pero liviano como rama de cedro. Pareciera ser derrumbado por un soplido. La paradoja queda instalada, pareciera vencerle un soplido, pero él es capaz de vencer al que le estorbe, un huracán, un tifón, un monstruo como Howard (o Moitejunas, por si acaso).
La noche fue Andrew Wiggins, enclenque y bisoño, pero brutal. Fue Jason Terry, fermenta mejor con el tiempo. Fue Papanikolaou, quien dispara desde la Acrópolis con la puntería de Eros. Fue James Harden, el poder de la barba. Fue Howard, el titán. El monstruo. El sobrenatural.