Recientemente se cumplieron nueve meses de una gran pérdida para el mundo de las letras, los chistes, los datos curiosos, las sobremesas, los cervantistas, los monstruos, los espeleólogos y para el mundo de cualquier hombre o mujer que haya pasado –incluso brevemente– por la vida de Ignacio Padilla. Hoy, para recordar su enorme espíritu, retomamos la última conferencia que dio, un homenaje que se le hizo en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes el pasado 2 de agosto. Ignacio Padilla, mejor conocido como "Nacho", participó en el ciclo Protagonistas de la literatura mexicana, actividad organizada por la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes donde se le rindió homenaje por ser un alto mando de las letras mexicanas. En esta conferencia, Padilla habló sobre su visión de la literatura en grupo y cómo es que una actividad tan aparentemente aislante fue para él una vida de amistad.
Los escritores nacidos en los turbulentos años que rodean el 68 han sido clasificados como la generación de la indiferencia, la generación sin utopías. Sin conspirar en contra de la individualidad del escritor o atentar contra la soledad que implica el acto de la escritura, Ignacio Padilla defendió en su última charla que él y sus contemporáneos no son la generación perdida que se esperaba que fueran, sino un grupo que la desgracia o la suerte congregó, no por una única estética sino por compartir una actitud hacia las letras: una postura de reverencia hacia la literatura y un respeto por la inteligencia del lector.
Padilla, aquel último día en Bellas Artes, se dedicó a compartir lo que él consideraba las venturas de un grupo desafortunado de escritores. Con su característico humor y su siniestro tono que recuerda a los narradores de su bestiario, explicó que él y los miembros de su generación renunciaron a una juventud revolucionaria por las desilusiones de la historia: "Las marcas vitales de mi generación son tres grandes derrumbamientos: el terremoto del 85, la caída del muro de Berlín en el 89 y la caída de las Torres Gemelas", explicó.
Pero esa falta de protesta propia de la adolescencia no fue un fracaso, sino que provocó que la bandera de su literatura fuera plenamente literaria. Toda la energía subversiva juvenil fue volcada en la lectura y la escritura. De ahí que los escritores de su generación hayan comenzado en la creación artística desde muy jóvenes.
Padilla fue ganador de innumerables premios: el Premio Nacional de las Juventudes Alfonso Reyes, el Premio de Bellas Artes de Literatura Infantil Juan de la Cabada, el Premio Juan Rulfo para primera novela, el Premio Nacional de Ensayo Literario Malcolm Lowry, el Premio Nacional de Dramaturgia, el Premio Debate Casa América, el Premio Nacional de Ensayo José Revueltas y el Premio hispanoamericano de novela “La Otra Orilla”, por mencionar sólo algunos.
Paradójicamente, explica el autor, un grupo de escritores desencantados encontraron la fortuna de ser apoyados con distintas becas y espacios de difusión y publicación en un país donde nadie lee y muy pocos ponen atención a las artes. El autor de La gruta del Toscano (2006) mencionó la gran importancia que ha tenido en su obra la interacción y enseñanza con diversos escritores y académicos como Jorge Fernández Granados y Ana García Bergua, quienes lo acompañaron en aquella conferencia: “Ser escritor suele ser una actividad solitaria; sin embargo, he tenido la enorme fortuna de vivir la literatura como una actividad de grupo, como una actividad de amistad”.
Tras varias interesantes y graciosas anécdotas, el autor relató que en los noventas recibía clases de la rigurosa Silvia Molina acompañado del resto de los ganadores de la beca del Sistema Nacional de Jóvenes Creadores. En aquellas clases, Mario González Suárez escribía El arcángel ebrio, Rosa Beltrán La corte de los ilusos y Ana García Bergua El umbral, obras muy relevantes para la literatura mexicana.
Aquellos espacios de crítica y tallereo vieron el disciplinado trabajo de un grupo de jóvenes que estaban cambiando el rumbo de la literatura. De acuerdo con Nacho, esas convivencias y becas son lo que ha permitido la efervescencia e intensidad actual de nuestra literatura.
El escritor no podía hablar de su trayectoria literaria y de la de algunos de sus contemporáneos sin aludir a la polémica generación del Crack. Aquel día Ignacio Padilla la consideró “una bravuconada estudiantil por la cual corrió mucha sangre con felices resultados”. Aunque el derrumbamiento de la literatura epigonal como el realismo mágico diluido, el magiquismo trágico o la literatura bananera era inevitable, Padilla consideraba que fue el manifiesto “despatarrado y snob” escrito por Jorge Volpi, Eloy Urroz y él en el 96, junto con el trabajo de otros escritores mexicanos y algunos movimientos en América del Sur y España, uno de los primeros catalizadores de la renovación en la literatura en nuestra lengua.
El entonces nuevo miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua habló también sobre su propio proceso creativo. Explicó que uno de los grandes retos de su escritura ha sido que su amor por las palabras no opaque la historia que busca relatar. La prolífica producción de este autor generó (y sigue generando) que los críticos se cuestionen de dónde emanaron tantas ideas y tanto tiempo para la escritura. Padilla contestó socarronamente que tal vez él es víctima también del proyecto Amphytrion.
El escritor dejó claro que él considera que no hay originalidad: las historias están en cualquier parte, no hay nada nuevo bajo el Sol, lo único novedoso es la manera en que lo existente se narra. Sus relatos surgen de la cotidianidad, de libros, de espacios históricos, de datos curiosos. A pesar de que su vida podría ser relatada como una biografía infame pues fue pornógrafo en México, reo de muerte en Tanzania, cervantista en Salamanca y diplomático en Londres, Nacho, a diferencia de quienes prefieren relatar su propia vida, no concebía la literatura sin el imperio de la imaginación.
El género en el que el autor se sentía más cómodo era el cuento, sencillamente porque ahí podía dar cabida a su obsesión por los vocablos. Mientras la novela le permitía equivocarse, el cuento lo obligaba a pulir el lenguaje, a medirlo y buscar la precisión. Nacho calcula que tardaba en promedio un año y medio en escribir cada cuento, por lo que entre cuento y cuento descansaba escribiendo una novela o un ensayo.
Frente a la nostalgia de los grandes proyectos de libros de cuento como los de Cortázar, Borges o Rulfo, libros que fueron pensados como proyectos y no como recopilaciones, Padilla por veinte años realizó un trabajo unitario de este género al que llamó Micropedia. Propuso una obra cuentística como proyecto de vida, una obra que no alcanzó ni habría alcanzado a terminar de haber vivido más porque los años siempre le serían insuficientes para narrar todas las historias que circulaban en la imaginación de este gran escritor mexicano, de esta mente torcida, de este físico cuéntico entrañable.