No es poco decir que el Distrito Federal tiene el basurero más grande de Latinoamérica, ha tenido el placer de desbordarlo - y seguir usándolo - y de tener a casi doscientas familias habitándolo. En la última estación de la línea amarilla del metro se encuentra la estación Pantitlán y a diez minutos en camión, el basurero municipal de Ciudad Neza. Decidí tomar este camino, aventurarme a conocer ese lado de la ciudad - que de otra manera difícilmente conocería - e investigar un poco sobre estas personas que a mi parecer, en esta ciudad viven una de las realidades más ajenas a mí.
Durante diez largos minutos de caminata hasta la entrada del basurero, nos encontramos esquivando carrozas jaladas por caballos que jadeaban con metros de basura apilados en las carretas, bajo un sol empalagoso que entorpecía su caminar. Nos encontramos con casi medio centenar de camiones que transportaban tanta basura como les era posible y que dejaban a su paso ríos ácidos que dibujaban patrones abstractos en el pavimento y finalmente nos encontramos al final de la avenida “Bordo”.
Era una calle muy amplia que se veía intervenida por un par de sillones, mesas, bancas y bolsas en las que poco menos de cincuenta pepenadores nos chiflaban e invitaban a sentarnos con ellos. La vista detrás de estos reyes de la basura se extendía a hectáreas y hectáreas montañosas en las que el color negro predominaba, el humo se apoderaba del aire y sorpresiva y contrariamente a lo que creí, no se podía percibir ningún tipo de olor.
En la entrada, había una pequeña caseta de vigilancia blanca en la que un señor de muy baja estatura, una camiseta que pareciera tener más años de vida que yo y una gorrita morada que le cubría casi totalmente los ojos nos dejó entrar como si fuera nuestra casa, cero preguntas, no hubo necesidad de un justificante, no hubo nada y así es como poco a poco nos adentramos en lo que claramente era un basurero que se sobre saturó hace más de diez años.
El pasillo por el que caminábamos se encontraba ahogado entre la vecindad de la que habíamos ya escuchado hablar. La primera casa de la derecha tenía los alambres de un colchón por puerta y un bordado meticuloso y estético hecho de plástico por techo. Sin lugar a dudas estábamos entrando en el más claro ejemplo de la tan afamada creatividad del mexicano. Así a lo largo de quinientos metros de terracería cubierta con deshechos de todo tipo, nos encontramos rodeados por una realidad que hasta ese momento equivocadamente nombramos como deplorable.
Caminé y escalé por encima de las montañas de basura que estaban constituidas por muñecas, sillones, coches, ropa, lámparas y mucho más. Todo esto me servía de peldaño mientras subía y subía ante metros de basura y observaba como las casitas de madera se alejaban y el municipio entero se acercaba.
Desde ahí arriba pude analizar con más claridad la distribución de estas casas que se apoderaban de la entrada del bordo. Habían niños sentados en cuerdas que colgaron de tractores a modo de columpios, habían señores fumando, señoras gritando y una cantidad incontable de perros que a juzgar por el cariño con el que los trataban, eran parte de la familia desde hace ya mucho tiempo.
Después de analizar mi alrededor, decidí acercarme un poco a este grupo de gente para tomarles fotos y entenderlos mejor. Me deslicé por la orilla de la cordillera montañosa en la que me encontraba parada y poco a poco me fui acercando mientras uno a uno, me volteaban a ver. Me estaban analizando de una manera extraña. El señor de la entrada me aseguró que no mucha gente puede entrar, se necesita un permiso y debido a esto, los habitantes se extrañan mucho cuando alguien ajeno aparece entre los escombros.
Me puse nerviosa, no sabía si acercarme más o retroceder sigilosamente, no sabía si saludar o intentar pasar desapercibida, cuando de repente todo el estrés que estaba acumulando en mi cabeza se vio interrumpido por un chiflido ensordecedor por parte de un señor de unos cien kilos y una sonrisa acogedora que posteriormente me grito a lo lejos “Una foto pal recuerdo, aquí hay puro hombre de verdad”. Después de esto y como si fuera esta una orden dictatorial, se juntaron todos los hombres a la redonda en un semi-círculo de sonrisas, gritos y empujones. Les tomé una foto, dos, tres y ellos seguían posando como presumiendo su felicidad al lente.
Y ahí estábamos Burro, Castor y yo, tres extraños parados ante un grupo de personas que no emanaban más que felicidad. Nos preguntaron por nuestros nombres y qué hacíamos ahí y pronto, con un interés digno de dos niños, Julián y Francisco - de 12 y 14 años respectivamente – nos jalaron hacia una explanada cubierta de basura en la que aparentemente jugaban a las "escondidillas" todos los días, todo el día. No iban a la escuela, no salían del lugar y se dedicaban principalmente a encontrar tesoros y esconderse entre la basura, “A veces, cuando hay mucha basura ayudamos a mi mamá a separarla, pero eso es aburrido entonces generalmente nos escondemos en donde sabemos que no nos va a encontrar para poder jugar” me decía Julián mientras señalaba un monte de basura de unos 15 metros de alto.
Mis alrededores parecían un fragmento del inframundo. Había gente cargando costales inmensos que se adherían a su cuerpo como una malformación, el suelo estaba en llamas debido a los montones de llantas que incineraban sin culpa alguna, el cielo era gris y yo ya no sabía si era por el humo que se emitía en el lugar o si iba a correr con la suerte de salir empapada del ahí.
Nos acercamos a las casitas que como salidas de una película de Tim Burton se enfilaban idénticas frente a nosotros. La diferencia yacía en la decoración, cada una tenía un toque distinto, a algunas las pintaron de colores brillantes, otras se mantuvieron color madera y algunas otras eran una mezcla de colores, texturas y artefactos tan extraña, que era difícil entender en dónde estaba la puerta, de qué estaba hecho el techo y como y cuánta gente vivía ahí.
Me llamó la atención una casita de madera cubierta con una lona roja, parecía una casa en proceso de fumigación y por la puerta, - una tabla de madera que embonaba a la perfección – se asomaban tres personajes curiosos que a lo lejos me saludaban. Después de rodear el lugar me encontré con una cartulina verde que en plumón negro tenía escrito “Comida Corrida “La casita” seguido de Maruchans $15 y Cahuamas $25”. Aparentemente era el restaurante del lugar y con el hambre que tenía, me pareció prudente por lo menos asomarme a ver que le vendían a la gente dentro de esta pequeña ciudad.
La casita medía tres metros cuadrados a lo máximo. Había una mesa de latón plateada y siete banquitos verdes a su alrededor, en la pared de lado derecho había otra cartulina que dictaba de manera muy simpática el Menú:
Sopa Maruchan (Camarón, pollo y res) $15,
Quesadillas (con queso) $20,
Jamonillas (con jamón) $25,
Sopes (Con frijol) $30, (Sin frijol) $25
Chilaquiles (Verdes)$34, (Rojos)$35
El recinto estaba iluminado por dos focos que colgaban del techo y fallaban en su función, ya que dejaban el cuarto en casi total oscuridad.
Los tres personajes que se asomaron para invitarme a pasar se convirtieron en seis. Dos señoras de la tercera edad, que eran las que preparaban y condimentaban la comida, y los otros cuatro eran hombres de entre veinte y treinta años que se habían pedido tres Maruchans y unas Jamonillas para “aguantar la tarde”.
Se me quitó el hambre cuando entré, o tal vez ese menú no era exactamente lo que quería comer en ese momento pero preferí sentarme en la mesa - que ya estaba casi llena - y platicar.
Las dos señoras y uno de los jóvenes no parecían tener la más mínima intención de hablar conmigo, pero los otros tres – con Maruchan en mano – si me platicaron desenfrenadamente de su vida. Durante casi una hora me dieron una pequeña biografía individual; Fernando, un pepenador de 23 años vive con su esposa a quien conoció en una fiesta y sus dos hijos de 2 y 3 años. Vive ahí porque sus padres igualmente son pepenadores, tenían una casa y creció y se estableció ahí.
Joel, por su parte vive en una casa que él, con la ayuda de su hermano construyó. Vive con otros tres jóvenes de su edad que igual a él, llegaron ahí porque “a veces conseguir trabajo no es tan sencillo¨ y la vida los llevó ahí.
Finalmente Ángel tenía 21, era el más chico de los presentes y era de Monterrey, llegó al DF en busca de trabajo y la vida lo trajo a vivir y trabajar en el basurero.
Después de platicar detalladamente durante poco más de una hora, bajo la luz de un par de focos y comenzar a sentir la humedad del ambiente escurrirse por debajo de la puerta decidimos partir, tomar unas últimas fotos y salir de ahí. Estaba oscureciendo, y el frío se sentía. En nuestro camino de regreso a la puerta se veían muchas casas que cambiaron, de ser de madera a estar cubiertas con un plástico grueso que muy seguramente servía para el frío.
La oscuridad hacía difícil que siguiéramos caminando entre los escombros y decidimos ya dirigirnos a la puerta de entrada. A lo lejos podíamos ver que los pepenadores y perros habían ya desaparecido, junto con la iluminación del lugar y habían dejado sólo los mismos sillones, mesas y bancos que horas antes habían sido cede de una reunión masculina al por mayor.
Seguimos caminando entre las casas hacia la entrada, la gente se despedía, nos pedía más fotos, ofrecían cigarros y una señora llamada Clarita, con quien horas antes había discutido sobre la cantidad de basura que recolectaban a diario – doscientas toneladas decía ella – nos invitó a cenar unas quesadillas a su casa. La gente parecía estar feliz, eran personas muy educadas en su mayoría y para nada emanaban decepción por las condiciones que encontramos.
Ese día salí con una cámara llena, más de una historia que contar y una percepción distinta sobre lo que implica la felicidad. El poeta Thomas Gray decía que la “Ignorancia es felicidad” y desde mi perspectiva las doscientas familias que viven en el basurero de Ciudad Nezahualcóyotl viven día a día una vida ajena al las exigencias que este país le tiene a cada uno como individuo para reducirse a las preocupaciones básicas tanto emocionales como físicas.