Crónica de una chilanga sobreviviente a Odile

Por Inés Palacios Estoy segura que muchos de ustedes pasaron un puente de maravilla. Se empacharon con pozole, lo gestaron en su estómago, y al día siguiente se echaron un cake de crudo poderoso. Bebieron tequila al por mayor, cantaron mariachi y vieron fuegos artificiales en el cielo. Qué padre, y qué envidia. Mi puente iba a ser algo maravilloso también. Desde hace tiempo, mi hermano y yo habíamos planeado todo para librarnos de pasar el puente con mi papá, que, por desgracia, cumple el 15. Año tras año, habíamos pasado los 15 en comidas familiares y, como los buenos muchachos que somos, nunca nos habíamos atrevido a decir: quiero pasar un puente digno. Pero este año, lo hicimos; armamos nuestra pequeña revolución y gestionamos todo para poder irnos de puente y celebrar el cumpleaños de nuestro papá un fin después.

Ya se imaginarán nuestra emoción de poder escoger qué hacer con tan maravillosas vacaciones, que además, este año serían de dos días. La Paz, Baja California Sur. Dormir en el hotel Yeneka una noche, rentar un coche y bajar hasta Cabo Pulmo. Lugar paradisíaco para los buceadores. Dicho y hecho, tomamos un vuelo el sábado por la mañana, aterrizamos en La Paz y comimos en el Bismark, un restaurante de pescados y mariscos. Yo me pedí unos ostiones y tacos de marlín. Mi hermano un filete sarandeado de huachinango. No podíamos ser más felices. Para ver el atardecer, nos fuimos a la Balandra, la playa más bonita de La Paz, que, según el doctor Miguel, dueño del Yeneka, es la única playa del mundo que tiene los cuatro elementos; dunas, montaña, manglares y aguas termales. Compramos un six de Tecate light, cerveza por excelencia del norte, un paquete de Sabritas limón y un bote de chamoy. Llegamos a instalarnos en una palapita y nos metimos al delicioso mar. A diferencia del Caribe, el Mar de Cortés es frío. Sin embargo, dado que Agosto y Septiembre son los meses más calurosos de esta zona, la temperatura era idónea. Vimos el atardecer entres dos montañas de roca y cactus. Echamos saltos de delfín y conversamos con los locales.

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Justo después del atardecer, nos subimos al coche para emprender el camino de vuelta. Los jejenes, mosquitos radioactivos del pantano, ahuyentan a las primeras horas de la noche a cualquier alma inocente que quiere quedarse en la Balandra después de que se mete el sol. Esa noche dormimos plácidamente. Al día siguiente nos esperaba una carretera de 170 km, desértica y llena de curvas, que nos llevaría a Cabo Pulmo. Ahí teníamos una reservación en el Cabo Pulmo Beach Resort y un contrato para dos días de buceo con dos inmersiones por día. Al día siguiente, desayunamos chilaquiles con machaca en el Hotel La Perla y paramos en el Café CinnaRoll para pedir dos expresos dobles cortados. Estábamos listos.

En el camino hablamos de temas diversos, desde las propiedades de los cactus y la limpieza bucal hasta los postres europeos. Cuando se agotaron los temas de conversación, se me ocurrió prender la radio para escuchar un poco de música. Casi ninguna estación tenía frecuencia, a excepción de la de Cabo San Lucas. Nuestra pequeña aventura estaba a punto de tomar un giro inesperado. Estaban entrevistando al subintendente de la Comisión Federal de Electricidad. Hablaba de que ya tenían a un grupo de alrededor de doscientas personas para todas las eventualidades que se pudieran presentar cuando el huracán Odile llegara a los Cabos. Que la corriente eléctrica se iría alrededor de las 10:00 pm para evitar un maltrato a los aparatos electrónicos. Que habría que tener mucho cuidado en las carreteras porque era muy posible que los postes y cables de luz se cayeran. Mi hermano y yo nos empezamos a asustar; ya íbamos a más de medio camino. Después entrevistaron al presidente municipal; que todos debían de ponerle masquin-tape a sus ventanas, tener una linterna con pilas de repuesto en sus hogares y salir, desde ahorita, a amarrar los tinacos. Ahí sí dijimos “The fuck?”, si el huracán iba a tener la potencia de llevarse un Rotoplas de mil litros, la buceada sería más que imposible.

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Estábamos llegando a la terracería que nos conducía al Resort. De la lluvia de la noche anterior, ya había charcos enormes que complicaban el trayecto. Teníamos dos opciones; llegar al hotel para que nos dijeran que había que evacuar o dar “vuelta en u” en ese preciso momento y esperar llegar a La Paz antes de que Odile llegara a la costa. Optamos por la segunda opción. De camino, paramos en el Hotel Villas de Cortés, un resort gringuísimo donde nos informaron que todos los vuelos habían sido cancelados. En la madre. Estábamos muertos de hambre, así que nos pedimos unos tacos de camarón y una chela cubana. No sabíamos que esta sería la última comida digna que tendríamos el resto del viaje. Acto seguido, nos subimos al coche para llegar a La Paz.

En La Paz, el ambiente se sentía relajado. Estábamos muy al norte, además el huracán venía del Pacífico. Preguntamos si había lugar en el Hotel Posada de Las Flores pero ya estaba lleno. A cada rato llegaban camionetas llenas de gringos que habían sido evacuados de Los Cabos. Malditos desgraciados, pensé. Y empecé a tararear la canción de “Frijolero”. Con gran suerte, encontramos lugar en el Hotel Club Los Moros. A esas alturas del partido, cualquier lugar con techo y paredes de concreto era perfecto. Nos dieron un departamentito, con cocineta, sala y tele. Estábamos en el segundo piso y afortunadamente, estábamos al fondo del hotel, de espalda al mar mucho más protegidos. Y pensar en las muchas cientos de personas que viven en una casita hecha de Tetra paks y techos de latón. Esos hogares, se caerían con tan sólo una lluvia fuerte. ¿Qué les haría el huracán?, ¿dónde encontrarían refugio?, ¿qué comerían? Y, una vez después de la tormenta, ¿empezarían a juntar las piezas que conforman su casa y la volverían a construir, en medio de la inundación, entre los escombros?

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Salimos a comprar provisiones. Litros de agua más que otra cosa. Regresamos al hotel, se hizo de noche y nos dispusimos a dormir. Intentaríamos a primera hora de la mañana llamar a Volaris y pedir que movieran nuestro vuelo a lo antes posible. No había nada que hacer. No habría buceo, no habría nado con tiburón ballena, ni siquiera ir a La Balandra. Odile destruiría todo a su paso. Era de nivel 4, con vientos de 300 km por hora.

A las dos de la mañana nos despertaron los bufidos del huracán. Ya había llegado a La Paz. Estábamos maravillados. Abrimos las cortinas y vimos cómo se meneaban las palmeras. La lluvia caía estrepitosamente y por entre las puertas se escuchaba el silbido de un dragón. Después de una hora, el piso del cuarto se empezó a mojar y los vidrios vibraban de tanto viento. Nos asustamos. Decidimos bajar un colchón al suelo y usar el otro como barrera por si se rompían las ventanas. De pronto, la puerta del balcón se abrió. Escuchábamos todo mucho más fuerte. Mi hermano fue a cerrarla y luego luego, se volvió a abrir. Ni modo, así tendríamos que dormir. Pero poco después, Odile se enfureció aún más. Nuestros oídos nos empezaron a doler. Como cuando vas bajando en el agua y sientes la presión. Aterrorizados, decidimos meternos en el closet. Ahí no cabía el colchón así que pusimos el edredón en el piso y nos cubrimos con las sábanas. Llevábamos tres horas despiertos, los ojos nos picaban, la espalda nos dolía, estábamos sudados y apretadísimos. “Qué loco, ¿no?”, me dijo mi hermano. Nos reímos nerviosamente, nos abrazamos y eventualmente nos quedamos dormidos.

A eso de las 8:00 am. nos despertamos y salimos a inspeccionar. El panorama que se nos presentaba era doloroso. La palapa del hotel estaba en la alberca, las macetas de barro estaban rotas y desparramadas por el piso. Todo era un charco gigante. Nos subimos al coche, aliviados de que ningún coco/proyectil le hubiera destruido el parabrisas durante la noche. Los postes de luz estaban tirados y doblados en el suelo. Las bancas de metal estaban volcadas en la arena. Las palmeras estaban despelucadas. Ningún restaurante estaba abierto y ningún supermercado. A excepción del Hotel La Perla que sólo daba pan tostado con mantequilla a sus huéspedes y el Breeze Markt que vendía agua, latas de frijoles y papitas. La cola era eterna. Todos los clientes amontonados y sudados compraban cualquier cosa para pasar el día.

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Escuché en la calle que la Comercial Mexicana estaba regalando víveres, y que “los vale-verga”, denominados así por un barrendero de la calle, se estaban robando aparatos electrónicos para después venderlos. Ese día lo pasamos reptando en La Paz, viendo cómo los trabajos de limpieza y reconstrucción mejoraban la ciudad minuto a minuto. Nos enteramos que sólo dos gasolineras estaban operando y que al día siguiente, supermercados grandes como el Chedraui iban a abrir. Por supuesto, no había señal, electricidad o internet.

El miércoles, partimos temprano al aeropuerto. Ya estaba habilitado. Un centenar de personas estaban paradas afuera, bajo el sol. Se sentía la vibra tensa y la desesperación. Una representante de Volaris intentaba, a gritos, organizar a todos. La cuestión era simple; quienes tenían sus vuelos agendados para el lunes o martes tenían prioridad para abordar el siguiente vuelo. El resto debía anotarse en LA lista. Gracias al cielo, nuestro vuelo era de los prioritarios y pudimos tomar el avión de las 5:00 pm, después de seis horas de espera. Nuevamente, tuvimos suerte; otros tuvieron que esperar hasta una semana para subirse en aviones militares para regresar a sus casas. Eso en cuanto a los turistas ya que los locales todavía tenían que enfrentarse a muchos otros problemas, secuelas del huracán; a la rapiña, la falta de recursos, el fallo de muchos servicios y la gigantesca labor de reconstruir su ciudad.

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En el asiento de al lado, me tocó una pareja que venía de los Cabos. Me dijeron que el día martes, las autoridades les habían dicho que a partir del miércoles no les podían garantizar ni agua, ni seguridad. Por ende, partieron “hechos la mocha” al aeropuerto de La Paz. El de Cabo San Lucas no funcionaría hasta dentro de una semana. La chava me dijo que en las calles, el agua te llegaba al pecho, que el viento se había llevado como cuatro metros de arena de la playa, que la gente estaba saqueando el Costco y el Office Max. Y que habían personas varadas. ¿Cómo le harán ellos que no puedan salir y no tengan agua? Sentí escalofríos y recordé el libro de Ensayo sobre la Ceguera. Sobre las barbaridades que puede cometer el hombre en tiempos de caos y en lo importante que es la solidaridad y el apoyo cuando hay una catástrofe natural.

¿Y cómo? El centro de acopio en el DF es el Aeropuerto Internacional Benito Juárez, Terminal 1. El horario de atención es de 8:00 a 20:00 horas. Además, la Cruz Roja instaló otros centros en sus instalaciones en Sinaloa, Baja California, Sonora, Nayarit, Jalisco y en las tiendas departamentales en Wal-Mart de los mismos lugares mencionados. Hay que llevar latas y más latas y litros y litros de agua. Luis Fernando Suinaga, director de la Cruz Roja, invitó a la sociedad civil a donar en la cuenta de Bancomer 0404040406, con la CLABE interbancaria 1218000404040406-2. A aportar su granito de arena para las playas de Baja.

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El pasado 15 de septiembre, la tormenta Manuel dejó Acapulco devastado. Esta vez, Odile hizo de las suyas. ¿Será que Tláloc está manifestando su descontento con los mexicanos? ¿o que el huracán ha sido causado por nuestra falta de conciencia ambiental? Motivos hay muchos pero las consecuencias siguen siendo las mismas; un México devastado y una familia más unida. Yo creo que el próximo 15 lo pasaré con mi papá en el calor de mi hogar. En el bello Distrito Federal no llegan los huracanes. Bendito sea el Señor.

[Entrevista] Esteman

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