Las dos caras del hombre

Cuando en la novela La Peste, el doctor Rieux desvela la enfermedad a familias dolientes, muestra dos caras: ambas templadas por la indiferencia. Rieux es un personaje equilibrado cuya presencia se traduce en la contención y control de una siempre latente descomposición social. Está ahí para desvelar también la mezquindad de una pequeña humanidad intocable que lucra con la desgracia y se enriquece con la enfermedad que no puede alcanzarla. Así mismo, desvela la lucha desinteresada por salvar a los desgraciados. Hace patente la extraña presencia de quienes no se enferman de poder y tienen el poder de no ser tocados por la peste. En tanto la enfermedad ha dejado a una población menguada, sin fuerzas, llena de nostalgia por los ausentes, hay otra población que experimenta intensos deseos de seguir con la vida, de beber en los bares, de gastar el dinero almacenado, generación tras generación. En tanto Rieux trabaja incansablemente, los comerciantes elevan los costos de todo y ocultan alimentos, creando una desgracia mayor de la cual están exentos. La sociedad se divide entonces entre los que desde un estatus de confort succionan la savia de la humanidad, y la humanidad succionada.

El que da y recibe con justicia es la excepción, y posee sus propias dualidades. Rieux es, como dije, un hombre templado, pero además, absurdo, que afirma que el secreto para afrontar la peste es "la indiferencia". La indiferencia lo hace inmune. Va declarando la desgracia en el vano intento de hacer de ella un sufrimiento menor para los otros, y la peste, en una gracia aun inexplicable, respeta su vida. ¿Por qué la peste no lo toca? Por que él lleva en su interior una enfermedad aún más grave, que lo salva de la otra. Su indiferencia por el mundo y su contradicción se conjuga –contradictoriamente- con un deseo de luchar por ese mismo mundo.

Las ratas y sus pulgas siguen latentes, la enfermedad sólo se oculta subrepticiamente. Las luchas devuelven a las sociedades una justicia pasajera. La justicia, como la libertad, es condicional, y la balanza siempre volverá a inclinarse hacia las más pesadas arcas. Las pulgas alcanzarán sólo a los que viven cerca de las cloacas, las cloacas, eventualmente, volverán a llenarse de indigentes, quienes saldrán luego a las superficies, y dejarán su marca bubónica a los de en medio; a esa clase media que mira hacia arriba, que mira directo hacia la luz que la ciega, sin temor ni conciencia de los de abajo.

El hombre absurdo niega lo eterno, carece de esa gracia otorgada a los inmortales y a los religiosos. Lo que a ellos les resulta de lo más natural es imposible para el hombre absurdo, es por ello que debe conformarse con esta vida, la cual, por cierto, lo puede proveer de no pocos placeres.

Es por esa gracia que quien pretende suicidarse con la idea de la eternidad en la mente, no es un hombre absurdo, por eso Kirilov no es un hombre absurdo. Es por esa desgracia del hombre absurdo que en la vida de aquella prefectura francesa de la costa argelina, la ciudad de Orán, la peste aun aguarda y quizá algún día (y es así como concluye Camus) "despierte a sus ratas y las envíe a vivir a una ciudad alegre"

El "absurdo" de Camus, "la nausea" de Sartre, "la inquietud" de Heidegger, "la humillación" de Jaspers, confluyen en una innegable condición: la libertad condicional del hombre, dada por su incapacidad de decidir sobre su permanencia. La incredulidad sobre la trascendencia del hombre y sus actos se afirma en Camus desde su definición en El mito de Sísifo, como una constante, y dice: " no creer en el sentido profundo de las cosas es lo que corresponde al hombre absurdo" y se confirma años después, puntualmente, en La caída durante el largo monólogo que establece Jean-Baptiste Clamence desde un bar de nombre México-City, ubicado en una brumosa Amsterdam, con un interlocutor que, al menos para nosotros, permanece silente. Y dice Jean-Baptiste: "nunca pude creer profundamente que los asuntos humanos fueran cosas serias". Jean-Baptiste es un hombre otrora exitoso y optimista, de sonrisas y cortesías; un pequeño desafiante que se enfrentó al absurdo durante varios años de juventud y madurez,  y fue, al fin, aniquilado por él. Es Jean Baptiste un Sísifo que sonríe aun aplastado bajo su propia piedra; un rebelde que se hartó de los otros. Un papa que debe suplicar perdón a los desesperados. Es Jean Baptiste un hombre que tiene dos caras.

La incapacidad de trascendencia es entonces un hito irrisorio que se eleva sobre todos los asuntos que empapan la razón humana y que no constituyen sino un juego, una burla del aquí y el ahora, una entelequia que se sostiene sobre los implacables cimientos del sinsentido. En tanto, el suicidio se consolida como el único tema serio sobre el que puede disertar la filosofía, y la muerte la única certeza en la que puede confiar. El hombre es absurdo porque, ante todas las evidencias y muros circundantes en su propia existencia, no le queda otra sino esperar el cese de la conciencia, el fin de una libertad condicional que le fue concedida, en el mejor de lo casos, con el nacimiento. La libertad condicional, pese a todo, tiene sus recompensas, el goce por la vida y la posibilidad de emular la realidad a través del arte, no son poca cosa, la capacidad de elegir el camino más o menos tortuoso hacia la muerte es una salida.

¿Pero donde queda en todo esto el proletariado? ¿Hasta qué punto cuenta con esta feliz capacidad de elegir?¿Desde qué perspectiva habla Camus cuando afirma que la roca es "el asunto" de Sísifo, quien al final debe ser imaginado como un ser eternamente alegre en la inútil tarea de la resolución de "su asunto"? (¿quién puede desafiar a los dioses y ser castigado por ellos?, ¿hasta qué punto la injusticia es "el asunto" de los desfavorecidos?) En la masa proletariada esa capacidad de elección tiene unos límites eternamente lamentables que se sitúan mucho antes que el muro de la razón. El Hombre Rebelde, al mirar hacia todos lados desde la perspectiva del absurdo descubre a los otros hombres y reconoce la injusticia que ha recaído sobre ellos y esos otros están conscientes de que la injusticia ha recaído sobre él mismo. El hombre rebelde resuelve el problema de la ausencia del proletariado en El mito de Sísifo. Entonces el hombre absurdo se vuelve un hombre que actúa en comunión con las masas, sale de su coto de confort y se inconforma, agarra a su propia conciencia por los cuernos, descubre su humillación y actúa. El momento en que la conciencia percibe la injusticia y conduce al cuerpo a realizar una acción para derrocarla, para aniquilarla, es el momento en que nace la rebeldía. ¿Fue el hombre absurdo un burgués que adquirió consciencia de la injusticia y se transformó en un hombre rebelde? Quizá la capacidad de adueñarse del absurdo, hacerlo suyo, explorarlo artísticamente, convertirlo en goce por la vida, sea apenas un asunto de los privilegiados. Sólo los privilegiados pueden hacer "suyo" el absurdo en que van a vivir sus vidas. Camus no dijo al principio que para alcanzar todo eso, justamente y para todos, hay que hacer una revolución. Es este uno de los puntos en los cuales la muy mentada disputa entre Sartre y Camus encuentra sus primeros motivos. Todavía Francia no ha podido terminar de ponerse de acuerdo para festejar la muerte y la vida de Camus; y es que Camus es un colonizado ampliamente absorbido por el sistema, un filósofo más lírico que riguroso, un hombre absurdo que desentrañó el suicidio sólo para conocer la única salida vital que hay en él, un hombre ecléctico y anarquista que militó en la izquierda, un hombre que recibió y aceptó el premio nobel antes que un Sartre sobre quien, años atrás, hizo sutil mofa en El mito de Sísifo.

No es cometer suicidio lo que, con todo el goce de su libertad condicional, decidió Albert Camus. Decidió seguir adelante en los menesteres y sinsentidos de la vida, se dedicó a desentrañarlos fielmente bajo la mirada del absurdo, antes contó la historia de un hombre despersonalizado que un día mato a otro hombre, y luego miró la peste desde la indiferencia y la lucha; el amor y la vida desde su brumosa intrascendencia y, desde su triste decadencia, la belleza recuperable de Helena.

Maldición de...¿qué?

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