‘Reencarnación’: a 15 años de una joya fílmica (y musical) incomprendida
¿Qué pasaría si, tras años de llorar la muerte y ausencia de un amor, llegara a nuestra puerta un ser insólito, con rostro y voz distintos, pero de mirada familiar, jurando que se trata de nuestro amante renacido?
¿Cómo reaccionaríamos frente a la sola posibilidad de que esto fuera verdad? ¿Con gozo, repulsión o reproche? La sorpresa y el escepticismo inicial serían inevitables. Pero, ¿nos dejaríamos finalmente seducir por la intensa, aunque inverosímil, posibilidad de una segunda oportunidad para amar y coincidir más allá de la fatalidad?
La película del 2004 del director inglés Jonathan Glazer, Birth (Reencarnación para el público hispano) pretende rumiar sobre esta extraordinaria premisa a través de un retrato glacial, impoluto e hiper-sofisticado acerca de la muerte, el duelo, pero quizás, por sobre todas las cosas, de anhelo; ese deseo ferviente de que lo sobrenatural traigan consigo el consuelo que la normalidad no puede conceder.
Birth abre con un discurso quizás demasiado conveniente sobre la reencarnación y su implausibilidad. Glazer parece querer subrayarnos el escepticismo imperante que regirá la conducta frívola y egocéntrica de los adultos de clase alta que definen este mitad drama psicológico, mitad thriller sobrenatural. La voz sin rostro que nos alecciona mientras la pantalla permanece en negros es Sean, un hombre de ciencia que horas después colapsará sobre los senderos nevados de Central Park, mientras, paradójicamente, se nos revela el nacimiento de un bebé bajo el agua en el preciso instante de su muerte.
Esta contundente obertura nos plantea de inmediato tanto la psique de los personajes, como el estilo fílmico que Glazer y Harris Savides (director de fotografía que también enmarcaría Zodiac de David Fincher) imprimirán en esta historia.
Tras el monólogo burlón de Sean, un fade-in nos introduce a un tracking shot de cuatro minutos completos donde no hacemos más que seguir la espalda del futuro difunto durante su trote citadino. A pesar de la aparente monotonía de la toma, la cámara de Savides nos engulle, flotando tras de él como una mirada celestial y amenazante, esperando su inevitable final, convirtiéndonos en ese mismo ser omnipresente. Segundos antes de la revelación de Sean, las notas ondulantes de Alexandre Desplat entran cautelosas a cuadro, enunciadas por alientos, cuerdas y triángulos, como si se tratase de un encantamiento musical que nos anticipa un cuento de hadas.
Diez años después de su muerte bajo un túnel, la viuda de Sean, Anna, ahora comprometida con un displicente y ególatra empresario, Joseph, es visitada de súbito en su departamento de lujo neoyorquino por un niño de 10 años que no sólo dice compartir el nombre con su desaparecido esposo, sino ser él mismo reencarnado. Por supuesto, la primera reacción de Anna es de rechazo, casi de ofensa, y no tiene más remedio que amonestar con severidad a este mocoso de ojos verdes y admitir que no se trata más que de una broma de mal gusto. Por supuesto, este Sean de un metro de estatura no termina su persecución ahí.
El rol de la viuda de clase alta ensombrecida por un duelo que trae consigo el peso de una década, corre a cargo de una flemática y quebradiza Nicole Kidman que, con su pelo corto y constante oscilación entre la duda y la certeza, evoca a la fragilidad de Mia Farrow en El Bebé de Rosemary. De hecho, ambos filmes guardan ciertas similitudes: los dos se desenvuelven casi enteramente en los interiores de un condominio en Nueva York, con matices sobrenaturales esperando a ser detonados tras una fachada de drama doméstico. Sin embargo, Birth es mucho más ambigua en el manejo de sus acentos fantasmagóricos y se ocupa más bien de explorar las verdaderas implicaciones existenciales que conllevaría la descabellada posibilidad de ser visitados por nuestros amores fenecidos.
Así, con escenas largas y paulatinas de lento hervor y enigmáticos señuelos, Birth nos sumerge, al compás de las seductoras notas de Desplat, en las crisis de sus personajes. Por un lado, un Joseph que termina por sucumbir a los devoradores celos e insólito cólera que le provoca este niño que pretende a su prometida, por otro, una Anna que desciende incauta en su hondo deseo de que lo imposible sea posible.
Esta elección visual de recurrir a acercamientos amenazantes que se ciernen sobre los rostros de los personajes como invadiendo y escudriñando su intimidad introspectiva, alcanza su cúlmen en la escena más emblemática de la película —y tachada, por muchos, como la más pretenciosa— donde Nicole Kidman demuestra su capacidad histriónica al evocar todos los estadios de su dilema romántico sin enunciar una palabra.
Tras confrontarse con el Sean de 10 años en el pasillo de su opulento condominio —encuentro que termina con el desmayo de su infante acosador —, Anna se dirige presurosa con Joseph hasta su asiento en medio de una ópera que ya va adentrada en su primer acto. En unos cuantos segundos y de manera casi imperceptible, pasamos de una toma abierta de todo el auditorio a un primer plano que se detiene en el rostro de Kidman por dos minutos completos, donde su gesto pasa del horror y la estupefacción, incluso por la culpa (¿podría este niño inocente a quien ha reprendido estar diciendo la verdad?), hasta un esbozo de sonrisa. Esta vez, no es Desplat sino el crescendo de La Valquiria de Wagner el acento musical que nos engulle en su tribulación y que parece delatarnos, finalmente, la inevitable rendición incauta de Anna frente a su amante pueril.
Esta escena y la última secuencia de Reencarnación son verdaderos testimonios de la realeza actoral a la que pertenece Kidman, capaz de contener todo el dolor y desconsuelo por casi dos horas, para decantarse finalmente en agonía antes de los créditos finales.
Han pasado 15 años desde que Birth se estrenó en el Festival de Venecia, dividiendo a la audiencia entre abucheos y aplausos, diez años antes de que Glazer nos entregara uno de los thrillers sci-fi más provocativos y espeluznantes de la memoria reciente en Under The Skin. Pero no solo Venecia recibiría amargamente la tragedia romántica del británico. Una vez en salas, la mayoría de la crítica la acusaría de pretenciosa y artificial, describiéndola como un fallido corte de suspenso “sin corazón”. El público, por su parte, le otorgaría un mal peor que el rechazo: la indiferencia. La cinta apenas lograría recuperar su presupuesto en taquilla, pese al morbo por la controversia que rodeó a la cinta desde el inicio por la escena en que Kidman besa en los labios a su co-estelar de 10 años, Cameron Bright, o aquella donde comparten la bañera juntos aparentemente desnudos.
Pese a ello, con el paso del tiempo, este potentísimo drama escrito por Glazer y el guionista francés Jean-Claude Carrière, ha ganado una merecida y bienintencionada reconsideración. En 2010, David Thomson de The Guardian citaría a Birth en su lista de 10 “obras de genios” olvidadas por el tiempo, refiriéndose con especial encomio a la actuación de Nicole Kidman: “si alguna vez han dudado de ella, esta es la película que ver”. En una nota similar de 2017, Vulture citaría la interpretación de la australiana como uno de sus 10 roles más menospreciados: “es una pieza fílmica asombrosa que demuestra su buen ojo por proyectos que no olvidarás fácilmente, te gusten o no”. Incluso el célebre crítico de cine, Roger Ebert, abogaría por la cinta en su tiempo: “sus personajes no son criaturas del cine, crédulos, sentimentales y rápidamente conmovidos hasta las lágrimas. Son realistas, adinerados y fríos”.
La Academia terminaría por ignorar la proeza escénica de Kidman, el lente de Glazer, la cinematografía de Savides y la exquisitez de Desplat (quienm años más tarde, se llevaría no uno, sino dos Oscar por sus faenas musicales para The Grand Budapest Hotel y The Shape Of Water). Sin embargo, a la distancia y a pesar de un par de flaquezas innegables en el guión, Reencarnación continúa siendo una joya durmiente, un relato preciosista y acertado sobre el dolor de la muerte y la melancolía. Pero también, sobre el vacío que dejan los amores imposibles.