Por Eduardo de Gortari Pocos objetos pueden volverse tan importantes en la cosmogonía de un muchacho como adquirir el primer coche. Al conducir un automóvil propio se da el primer paso en la emancipación, se demuestra la madurez o su falta, se acumulan anécdotas tras el volante, se tiene un refugio, un lugar para el coito, una casa. En Autos usados (Mondadori, 2012) de Daniel Espartaco Sánchez (Chihuahua, 19977), asistimos a los rituales de maduración automotriz de Elías, un chico norteño, hijo de comunistas divorciados, que tiene dos metas muy claras: comprar un auto usado y luego irse a la tierra prometida: Amarillo, Texas.
Así empieza la primera de las cuatro partes que conforman Autos usados, un libro que se ubica en la mejor de la novela de iniciación. A lo largo del libro, Elías verá desaparecer a algunas chicas, amigos que cambiaron con el tiempo, una familia que poco a poco abandona su marxismo aguerrido, todo con un escenario gris de fondo: una ciudad del norte donde lo único que prevalece es el deterioro.
Pero Autos usados no sólo es una novela sobre la maduración; también lo es sobre el desencanto de una generación que creció entre dos caídas: el Muro de Berlín y las Torres Gemelas: que Elías termine en el DF y no en Amarillo sugiere que el paraíso, más que un lugar específico, es la capacidad que tiene cualquier sitio para considerarse simplemente habitable. Un joven sueña con tener un trabajo, un auto nuevo y muchas amantes, del otro lado de la frontera; en cambio termina en el DF, con empleos fluctuantes, no tiene coche.
Daniel Espartaco Sánchez, reconocido por sus libros Cosmonauta y Gasolina y que acaba de editar también su segunda novela, Bisontes, ha logrado con Autos usados una poderosa primera novela, ágil, disfrutable y, sobre todo, entrañable. Leer a Espartaco Sánchez es como escuchar una buena banda de rock.