La cumbre turquesa: Del Toro y su Neptuno Alegórico
Aunque maniqueo, como todo cuento de hadas, La forma del agua es un recorrido espectacular de amores inauditos que alcanza la excelencia artística de su realizador.
En 2007, Guillermo del Toro marcaba un hito en su carrera como creador de universos fílmicos con las dos nominaciones que se llevó su co-producción española-mexicana El Laberinto del Fauno (2016) en los Premios Oscar de aquel año. Una por Mejor guión original y otra por Mejor película extranjera, en aquella ceremonia célebre donde el talento mexicano brilló en la industria del cine internacional gracias a los nombramientos que tuvieron también las obras de sus compatriotas cineastas Cuarón e Iñárritu en la misma premiación. Once años y cuatro historias después, el tapatío amante de los insectos, los monstruos y el mecanismo de los relojes subió el pasado 7 de enero al escenario de los Globos de Oro para recibir el galardón a Mejor director, un paso más cerca del premio de la Academia. Esta ocasión, ha sido con su romance entre una afanadora muda y un semi-dios de aguas amazónicas con el que ha conquistado a la crítica internacional desde el Festival de Venecia del año pasado.
En La forma del agua (The Shape of Water, 2016) se nos revela la historia de Elisa en voz de su entrañable vecino homosexual Giles (que sirve a un tiempo como cronista de su romance, comic-relief en la tragedia y sidekick de su rebeldía) quien entre versos y memorias nos cuenta del idilio acuático entre su amiga sin voz y su “Neptuno” de ríos sudamericanos. Lo que empieza como un simple arrojo de morbo, curiosidad y compasión por parte de Elisa se convierte, en el transcurso de pocas escenas, en un desenfadado amorío carnal donde se desdibujan las convenciones y la biología para dar paso al encuentro de dos almas aparentemente solitarias. En medio de este insólito devaneo, Del Toro no pierde oportunidad para mostrarnos un poco del contexto social y político en que se gesta su romance: inicios de la década de los sesenta, Guerra Fría, el racismo en Norte América y por supuesto, la Carrera espacial. Si bien son bienvenidos estos esfuerzos de inyectar dramatismo y complejidad a una historia que en el fondo de la pecera no es más que un relato de amor convencional donde se cambian las especies, los méritos quedan cortos al compararse con la crudeza y el magistral manejo de capas narrativas y contextos que logró construir entre las hadas y la Guerra Civil Española en El laberinto del fauno. En La forma del agua aspectos de la época como la homofobia y la discriminación son claros y frontales, pero de pronto se sienten dislocados del argumento principal y sin consecuencias relevantes para su desenlace.
Mientras El Laberinto… azota con realismo a la audiencia y lo coloca en el contexto bélico y sangriento de sus seres mitológicos y princesas, La forma del agua se siente siempre etérea, surrealista y tersa, aún pese a sus momentos que revuelven el estómago. Y si bien el propósito no es comparar ambas obras, sino mirarlas como méritos creativos individuales, en un director como Del Toro, con un estilo, visión y filmografía tan claramente discernibles, es difícil resistirse a concebir cada una de sus películas como partes de una misma obra magna e identificar debilidades donde en otros lugares hubo aciertos. La profundidad de La forma del agua está en el cuidado de su arte y en sus actuaciones acertadas, mas no necesariamente en la complejidad de sus capas que en otras ocasiones supo nutrir mejor de sus contextos históricos.
Pese a lo anterior, es difícil negar el atractivo que La forma del agua ofrece a través de su rigurosa paleta cromática de turquesa y esmeralda, así como la pulcritud de sus entornos. Desde la primera secuencia estamos bajo el agua, vemos el mundo flotante y acuoso de este universo que concibe al amor como una fuerza que todo lo envuelve, que todo lo logra. Un medio para la salvación personal y la del otro, ese otro que trasciende género, raza, especie y realidad, que nos absorbe en su “otredad”, rescatándonos de la monotonía y el hastío. Y aquí es donde bajo una luz más optimista y delicada como el mismísimo turquesa, más de un fanático de Del Toro acostumbrado a su sombras y fantasmas se asombrará de encontrar un relato de esperanza, solidaridad y victoria bajo la superficie.
Como si se tratase de una película muda, Sally Hawkins conmueve y divierte con su entregada rendición de una mujer solitaria que encuentra placer y motivación en las aletas de su amado, acertada en su lenguaje de señas y expresión corporal. El amor más allá de las palabras. Octavia Spencer como siempre llena cada una de sus escenas con su carisma, aunque su personaje bien podría ser una calca simulada de Minny en The Help (2011) o Constance en Ugly Betty (2006-2007). Richard Jenkins, como el ya mencionado vecino, enternece con su retrato de artista gráfico frustrado en medio de su decepción personal frente a la vejez y Michael Shannon como un despiadado, feroz y ominoso coronel, llena el papel del gran villano de la historia. Sin embargo, lo que realmente convierte a La forma del agua en la obra aclamada y memorable de festivales y premiaciones es la mente maestra de su autor, la cinematografía hipnótica de Nigel Churcher y el diseño de producción de Paul Austerberry, Jeff Melvin y Shane Vieau que desde los mosaicos del baño, la luz a través de las ventanas, los atuendos y hasta un Cadillac parecen sumergidos bajo el agua, envolviéndonos en los fluidos oníricos de un mundo que palpita al ritmo del rigor artístico de Del Toro.
Después de la oscuridad de sus inicios con Cronos (1993) y Mimic (1997), los dorados del Laberinto y los rojos de Hellboy (2004) y La Cumbre Escarlata (2015), The Shape of Water de Guillermo nos llega como un torrente que nos engulle, que nos obliga a danzar en sus corrientes al son de las notas de Alexandre Desplat, entre risas y lágrimas. Lágrimas de un amor que nace de la esperanza y desemboca en el mar.
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