'Vitalina Varela': La oscuridad de adentro
No es sencillo discutir con brevedad las películas de Pedro Costa. No tanto por sus cualidades más fácilmente notables —y para cierto público, repelentes— como tono, estilo y ritmo, sino porque discursivamente su forma es difícil de simplificar, así como sus intenciones y las complejas necesidades que rigen su trabajo. Costa no estaría de acuerdo: “La película es la película. No hay nada más ahí”, dijo ante un auditorio lleno en su pasada charla en FICUNAM moderada por Lucrecia Arcos.
Por supuesto, lo que él dice es completamente cierto, y quizá más aún en el caso de Vitalina Varela, una película que, como sus más recientes ejemplos desde El Cuarto de Vanda, es una colisión pacífica y contemplativa de realidad e invención, donde la verdad se reescribe con cada plano hacia una íntima subjetividad de los personajes reales, quienes interpretan una versión de sí mismos frente a la cámara.
Vitalina Varela es en realidad una película muy simple: es la historia de una trágica conexión humana, de una mujer que llega a Portugal desde Cabo Verde, tras dos décadas de no ver a su esposo que emigró a Lisboa. No obstante, la protagonista (Vitalina Varela) llegó tarde, su esposo lleva tres días fallecido y enterrado. Ella debe recoger los escombros de una casa a medio terminar, así como el rastro de miseria que su antes marido dejó en el barrio, mientras también añora la vida que nunca pudo tener con él en Cabo Verde. Entre el resentimiento, la fortaleza, el duelo, la devoción religiosa y la oscuridad, Vitalina Varela es el retrato de una mujer que no tiene nada salvo a ella misma y como ha sucedido antes en la filmografía de Costa, sobre cómo se necesita una mujer fuertísima para levantar el desastre de los hombres.
Quizá la primera cualidad de Vitalina Varela a destacar es la más evidente, y se trata de cómo se ve la película. Costa ha mencionado que trabajar en digital cada vez es más complicado y antidemocrático, pero esta dificultad claramente ha rendido frutos. Vitalina Varela se ve como nunca antes una película digital se ha visto. Está imbuida y plagada de oscuridad y un profundo y violento contraste, refleja con fidelidad la sensación de Varela, una neófita recién llegada a un país, y en consecuencia, a una vida que promete pero no cumple y donde desafortunadamente (por razones que escapan su comprensión), ella decide quedarse a vivir.
Las comparaciones a pintores como Caravaggio o a otros directores como Rossellini, son atinadas no sólo por la avidez artística de Costa, sino también porque hablan de una sensibilidad específica que abarca desde la experiencia estética hasta el neorrealismo. La iluminación es una importante extensión personal y geográfica, representa un lugar que casi no ve la luz, y donde ésta siempre parece entrar por primera vez, en cantidades breves, iluminando una vida en desesperación.
Vitalina Varela es una cinta similar a las anteriores de Pedro Costa. Habla sobre las personas desposeídas y —sutilmente— cómo el sistema político está gestionado en su contra. La reflexión política es presente y la película misma invita a estos cuestionamientos; sin embargo, sería un error admitir que es el único eje o el más importante.
La filmografía de Costa, (desde su debut con Sangre hasta Vitalina Varela) brilla por su interés en las personas. Hay muchos directores que hablan sobre opresión, política e injusticia, pero Pedro Costa tiene un genuino interés en los seres humanos y las historias que cuentan. Cada película suya está precedida por un extenso proceso de rapport, donde los sujetos y el realizador se conocen y llegan a un acuerdo de cómo hacer la película, y Vitalina Varela se apegó a estos principios, y la historia en pantalla es tanto la voz de Costa como la de Varela y sus decisiones sobre la pantalla.
Varela fue un personaje en la anterior película de Costa, Caballo Dinero, donde incluso relató esta misma historia al personaje principal Ventura, que en esta ocasión interpreta a un Padre en plena crisis de fe y alcoholismo. Tomando su historia real, y llevándola a extremos estéticos y expresivos, Pedro Costa y Vitalina Varela realizaron una película fundamental para nuestra época tan injusta, en donde la pérdida no es sólo un dolor irremediable, sino que es algo imposible de nombrar y forma parte de nuestra composición.
Vitalina Varela es una cinta profundamente humana, enfocada en los queveres de una mujer hacia sí misma, y su constante reflexión sobre intentar lidiar con un mundo exclusivo y antipático.
Hablar de las películas de Pedro Costa es hablar de fantasmas, hablar de las cosas que ya no están ahí, y de cómo el pasado incide violentamente en el presente. Vitalina Varela es especialmente amarga en este sentido, la película más abiertamente emotiva de Costa, la menos laberíntica, enigmática y —quizá por todas esas razones— la más esencial. Con Vitalina Varela, Pedro Costa llegó a un punto donde no necesita precisamente la experimentación formal, ésta ya se encuentra imbuida en su profesión, sino que depende de las asociaciones libres entre cada corte, entre cada plano, y cómo estas conexiones generan la comunidad en la que viven estas personas, donde hay pobreza y hay dificultad, pero también en ocasiones raras, especialmente en esta película, puede haber un rastro de esperanza.
Pedro Costa hace películas violentas. Nunca son en absoluto explícitas, pero es una violencia que uno conoce como ciudadano del planeta, como habitante de una sociedad corrosivamente capitalista. Es la violencia que sostiene a la civilización contemporánea, una violencia apenas visible entre la efectiva y ennegrecida oscuridad que la rodea. Ya sea uno un migrante de Cabo Verde en los cinturones de miseria de Lisboa, un adicto a las drogas en los barrios bajos, o un decepcionado guerrillero con el mundo moderno, esta violencia y oscuridad se vuelve una parte fundamental de nuestro mundo, y Costa lo entiende y explica a la perfección, especialmente evidente en uno de los últimos pasajes de la película, donde Ventura hace un monólogo semi-religioso sobre la luz y su radical opuesto:
“Todo se hizo más claro, el valle y el escarpe, y la mitad del cielo apareció como pura luz de luna. Esa cara radiante, fue la que Judas nunca tocó. Pero la otra cara, la que besó, permaneció oscura, como si escondiese su crimen. No brilló ninguna luz. Era una noche oscura, que partió al mundo en dos. Esa mitad fue la que permaneció, envuelta en sombras. Nacimos de esas sombras”.