Velázquez y la redención

“Velázquez, eres una mierda”, espetaban dos hinchas, escuálidos, barbudos, enjundiosos, con pinta de empresario junior de Miami en estado de recuperación etílica: los ojos ocultos tras anteojos polarizados, los jeans de marca, la barba prominente, abultada, y delineada, la gorra Abercrombie con la visera mirando hacia atrás. Segundos antes, Velázquez condujo el cuero a trotecito, como gaucho pastoreando en las llanuras del Chaco, cuando, frente a él, se dibujaba la avenida Insurgentes, sin tránsito. Velázquez frenó, cubrió la pelota y la punteó con el empeine, hacia la nada. Resquemor. El sol se hacía pesado en Toluca. Cierto es que Velázquez corre cuando debería caminar y viceversa. Su andar cansino, desgarbado, delicado, como ‘Las Meninas’ de Diego. Está y no está, como Holden Caulfield mientras divaga por Nueva York. Argumentos no faltaban para justificar los improperios escupidos por los jovenzuelos VIP.

Pablo es como Diego, el pintor de Sevilla, el pintor de los tiempos, que reverenció Manet: tendencioso al tenebrismo, mutó hasta que de sus pinceladas brotó la luz como pocos antes la habían dominado. También Pablo es como Consuelito; él y Toluca se cantan al unísono “que tengo miedo a perderte, perderte después”. El primer bosquejo de rebelión lo trazó Velázquez, emanado de su mismo sosiego: citó a Lobos ante Pikolín II cuando bien pudo cabecear al arco. Pikolín II se abalanzó sobre Lobos; el juez Morales dictó sentencia. Brochazo y gol de Velázquez. Réplica inmediata de Britos, despistó a Galindo y Da Silva y cabeceó agachado frente a las narices de Talavera.

Hasta entonces, el partido parecía proseguir el dictado de la andadura de Velázquez. La línea de tres plantada por Cardozo servía para lo mismo que una muela de juicio; todo porque en pies de Navarro la pelota transfiguraba en bola de boliche y las galopadas de Benítez siempre fueron custodiadas por Van Rankin, Romagnoli y Verón. En una de ellas, muy fogoso, ‘El Pájaro’ puso el pie a Pikolín II. Morales le condenó al exilio. Una ventisca gélida, que descendía del Nevado, penetró el infierno; “The Hell Freezes Over”, habían profetizado The Eagles. “Take It Easy”, como soundtrack de la segunda mitad.

El ‘Goya’ retumbante; resonaba en los vitrales del Cosmovitral, en las campanas de la Iglesia de la Merced, en las rocas pintarrajeadas por Leopoldo Flores, siempre a punto de la avalancha, sobre el Cerro de Coatepec. De poco sirvió. La manada del Pedregal lució enclenque, superada en intensidad, quizá fulminada por el sol de medio día en la altura. Cardozo retocó la retaguardia, añadió al itinerante Rojas, y fijó a Esquivel para cumplir el vaivén que no garantiza Lobos. El Toluca fue una fortaleza, el Nevado impenetrable. “Es más complicado jugar contra 10”, sentenció Trejo después. Del orden partió el ataque: Da Silva desenfundó la bazuca y Velázquez pintó una acuarela que terminó en las vallas publicitarias, dejó a Pikolín II abstraído, como un espectador del Museo del Prado ante “El triunfo de Baco”. Y llegó la obra culmen. De postín, suspendido en el aire, la cabeza hundida en su hombros; el balón se marchó como golpeado por una brocha. De bufón a Centurión.

“La vida no vale nada”, canta un sobre un pequeño taburete frente al Nemesio Diez y de espaldas a una taquería callejera un hombrecillo, de cabellos cenizos, ruines y escarpados, mientras la guitarra desentonada ‘armonizaba’ su draconiano aullido. Quizá ello pensó Velázquez cuando creía pasear en la Alameda cuando debía surcar los terrenos de Van Rankin y Verón. Cuando el Nemesio Diez le recriminaba. Quizá ya no lo crea, ni cuando los jovenzuelos VIP le veneraron, de aplauso, cuando su misión terminó. Velázquez ya no era una mierda.

 

Afición villamelona vs afición familiar

[Vocero 9] ¡Extra, extra!