Hoy me desperté un poco más tarde de lo normal. Tengo el día libre porque es 15 de septiembre y toca celebrar. Aquí no hay mucha celebración, pero sí mucha comida. Si algo no puede faltar son los platillos típicos. Desperté tarde y hace mucho calor. Desperté tarde; hace mucho calor. En Mexicali siempre hace calor. La casa se siente aún más caliente porque desde hace un par de horas, la estufa ha estado prendida sin apagarse ni un minuto. Mi mamá ya empezó a hacer el pozole para después. Escucho a mi mamá llamarme para que baje a ayudarle. No me molesta. Siempre he considerado que la cocina es un espacio de convivencia— el mejor, si me preguntas. En las cocinas de este país no sólo se producen platillos exquisitos y excepcionales, sino amor. En cada platillo queda el rastro particular de quien lo hizo junto con el amor que le invirtió al hacerlo. Más que la gran sazón mexicana, lo que hace de estos platillos tan increíbles es que todos poseen una familiaridad; no sólo se van directo al estómago, sino al corazón. Son platillos que llenan panzas y almas.
Una vez abajo, mi mamá, sobre un banquito, se asoma a ver el caldo ya con las manitas de puerco en la olla. Me pide que la ayude a picar cebolla y repollo mientras ella cuida en la licuadora un menjurje de chiles, ajo y cebolla para darle a sus comensales una buena enchilada. Así le gusta a ella y así nos gusta por acá. Mete una cuchara al caldo y le da una probadita a ciegas. Se quema, exhala desesperada y me pide agua mientras yo me río de ella por haber sido tan ingenua como para meter la lengua en el caldo hirviendo. Así nos gusta llevarnos a veces, aunque no muy seguido. Pero esta mañana sentí que el ambiente y el espacio era el apropiado como para burlarme de ella en buen ánimo.
—“Ay niña, cómo eres gacha...” me dice, igual entre risas.
Me pasa una canasta llena de aguacates que hay que rebanar. Esta parte me emociona mucho. Rebanarlos es una tarea sucia, y mis dedos necesariamente van a terminar embarrados de aguacate, el cual puedo comerme a espaldas de mi mamá. O no. Porque ya me cachó comiéndome medio aguacate a cucharadas.
—“No vas a tener espacio para el pozole y los tamales de tu abuelita al rato,” me replica. Tiene toda la razón. Faltan los tamales— lo cual me recuerda que quedé de ir a ayudar a mi abuelita a amasarlos a medio día.
Llego a su casa exactamente a la hora que me pidió, porque a diferencia de muchos mexicanos, mi abuela es la persona más puntual que conozco. Me abraza solamente con sus brazos sobre mis hombros porque sus manos están llenas de masa.
—“Pásale, mi niña, ¿te ofrezco algo?”
—No, abuelita, gracias. Estoy guardando espacio para al ratito”
A diferencia de mi mamá, ella no me regañaría si me cachara comiendo medio aguacate a cucharadas. Es más, me diría que si no quiero la otra mitad porque “estoy muy flaca”, y “parece que no me alimentan.” Cosas de abuelitas; me dan risa y me hacen sentir bien querida.
En un recipiente más grande que la superficie lunar está la mezcla de manteca, chile colorado, polvo para hornear Royal y sal. Mi abuelita dice que el secreto detrás de que la masa quede tan esponjosa es el polvo para hornear. También dice que la clave para saber que la masa ya está lista es que tus manos salen limpias. Por ahorita, nuestras manos siguen saliendo llenas de masa; seguimos metiendo las manos y trabajando la mezcla hasta que llegue a su perfección. Creo que es muy divertido meter casi medio brazo entre una masa tan suavecita, aunque sé que mis manos van a quedar enchiladas por tres días.
Mi abuelita me pide que le ayude a mover el guisado que va a ir dentro de los tamales. Lo inspecciono pero, tras años y años de comer estos tamales, nunca he sabido exactamente qué lleva el guisado.
—”Abuelita, ¿qué es esto?”
—”Es pecho de res con chile colorado. Aunque en algunas ocasiones lo hago con puerco y queda delicioso pero nadie nota la diferencia.”
Para mí siempre saben increíbles, y nunca he probado tamales mejores que estos. Es un gran honor que este año haya sido invitada a formar parte del proceso de preparación. Para el acto final, sacamos decenas de hojas de maíz, las embarramos con la masa, les ponemos guisado, papas, una raja de chile California y una aceituna. Los doblamos y amarramos el tamal con rajitas de la misma hoja de maíz. Van a la olla por lo que parece ser una eternidad y listo.
Finalmente, la hora de comer se aproxima. Llegan mis tíos y primos, los platos pozoleros y las cucharas ya están listos. La casa huele a algo indiscernible. Son todos los sabores de mi familia juntos. Es indescriptible pero tan familiar para nosotros. Ponemos una bandeja de tamales al centro y le ayudo a mi mamá a servir los platos de pozole.
—”¿Quieres espinazo o manitas, Marcos? ¿Quieres espinazo o manitas, René? ¿Quieres espinazo o manitas, amá?”
Y así repite por cada plato que sirve a cada miembro de mi familia. Por mí, sin espinazo ni manitas.
Como siempre, la comida es un éxito. Mi mamá y mi abuela son celebridades culinarias en mi familia. Me alegra haber formado parte del proceso de preparación con ellas. Creo que es la belleza de las festividades. Y en la comida encuentro la belleza las fiestas patrias. Por medio de la comida logro experimentar mi cultura; y con sabores como estos, ¿cómo no celebrarla?