Septiembre y las dos versiones del mexicano
Septiembre significa para México el mes patrio por excelencia: banderas, colores y pirotecnia inundan las calles en los días previos a la madrugada del 16. El nacimiento de nuestra nación es un claro motivo de festejo y México nunca dice que ‘no’ a las fiestas, mucho menos a celebrar semejante ocasión y elevar la voz con un ¡Viva!
Pero septiembre también es sinónimo de tragedia y quienes gritaban con júbilo ante el sonar de la campana tres días antes, ahora parecen sombríos y guardan minutos de silencio: ha llegado el 19 de septiembre.
Este año, la fecha no solo representa una doble conmemoración, también se sienten el temor y la incertidumbre. Para las generaciones anteriores a la mía, el 2017 fue revivir un doloroso recuerdo y para quienes no vivimos el 85 quedamos marcados para siempre por una nueva y terrible coincidencia.
La marca fue de impresión, de miedo, de frustración, de dolor, pero sobre todo, de fraternidad y humanidad. Medios internacionales compartieron al mundo la insólita noticia de que el gobierno mexicano había tenido que pedirle a la gente que regresara a sus casas, porque ya éramos demasiados en las calles buscando ayudar.
Como hace 33 años, el 19 de septiembre pasado también puso al descubierto la corrupción, la egolatría y la irresponsabilidad y, en los meses siguientes, la impunidad y el olvido. Claro que hay múltiples casos y dolencias sin resolver y que debemos señalar. Sin embargo, a un año del sismo del 2017, lo que queda en mi sentido es una imagen, una que permanece vívida y clara hasta hoy, como una luz que se filtra entre los recuerdos de aquel sombrío día de septiembre.
No quedó grabada en mí la gente que eludió sus responsabilidades tras las investigaciones, ni aquellos que asaltaron a los que esperaban en la calle afuera de los edificios o atrapados en el tráfico por horas; tampoco tengo la imagen de quienes sólo fueron a las zonas de desastre a hacer acto de presencia sin mover ni una piedra. Lo que vuelve a mi mente, lo que verdaderamente quedó estampado en mi conciencia fue el gesto de un bombero que trabajó 18 horas sin parar para sacar gente de los escombros.
En cinco minutos de silencio —que fueron los cinco minutos más largos de mi vida—, el hombre se sentó sobre una cubeta que antes había utilizado para remover escombros. Recuperando el aliento, marinos, ciudadanos y miembros del ejército trataban de escuchar a las personas enterradas. Puños cerrados se elevaban en el aire. Yo estaba en la escena porque necesitaban manos para repartir agua y algo de comida a quienes llevaban horas en las labores de rescate. El polvo nos rodeaba a todos y el silencio era monumental. Yo buscaba respirar lo más despacio posible para no hacer ruido.
Cuando levanté la mirada, me encontré con el rostro de aquel bombero, que a través de la suciedad, el cansancio y el sudor, reflejaba resignación. El vacío de su mirada me hizo pensar que estaba entregado al agotamiento, al hambre, a la sed. Sin embargo, a pesar de todo, su compromiso estaba ahí inquebrantable, intacto, férreo.
A los cinco minutos, la velocidad y el ruido volvieron a inundar la cuadra, el bombero se levantó y siguió con su labor como si nada, labor que se había convertido en un trance, una jornada extenuante en que su persona ya no tenía necesidades propias, ni ningún otro objetivo más que ayudar y salvar a sus compatriotas.
En un día de caos como aquel, en el que las emociones están despiertas, el ser humano puede ser su mejor o peor versión: empático o apático, enemigo o hermano. En mi memoria y en mi marca personal del 19 de septiembre, luto del mes patrio, estará siempre grabado ese instante en que pude fotografiar a un mexicano que ese día, optó por ser la primera.