Por María Fernanda García (@maria_efe) (Post inspirado en la emisión 13 de Moebius 90.9, "Hable consigo mismo", transmitido el 14 de septiembre de 2013)
Comencé a escribir mi vida unos días antes, la abandoné por vivencias inmediatas. Tuve miedo de olvidar algo, de perder algún detalle y de confundir un color con otro. Confiaba ciegamente en que no lo haría, lo había registrado todo en una bitácora: escenarios detallados, explicaciones exhaustivas, olores aproximados y texturas palpables, todo bajo control. Hasta ahora, no había un dato que se hubiera quedado fuera. Era imposible que algo no estuviera registrado si me lleve ese cuadernito a todos lados, me encargué de fotografiar todo lo que tuve cerca y anoté todo lo que vi. No era necesario grabar las conversaciones, bastaba con la transcripción mental que he hecho de muchas de ellas. Yo había sido el testigo presencial de esa vida, todos y cada uno de los momentos eran míos, ¿quién mejor que yo para contarlos? Los había vivido todos, había tomado las decisiones que dictaban el camino que siguieron los eventos. Fui yo quien le hizo esa pregunta, quien le dijo que no lo olvidaría y que siempre estaría ahí. Fui yo quien eligió esa ropa con la mañana, quien tomó el camino de la derecha, quien subió por las escaleras eléctricas porque pensó que llegaría antes. ¿Alguien me vio?
Fui yo quien caminó por esos pasillos, en medio de una realidad construida por los recuerdos y la creencia de que existieron. No fue casualidad que tomara ese rumbo, ese día, había construido un recuerdo de mí misma. Una forma en la que me concebía como un ser real, un ser que le pertenece al mundo.
Narré mi vida como creí que fue, no le pregunté a nadie, no cotejé mis recuerdos con los del mundo. Confié en algunos documentos, en indicios de realidad: papeles que me decían: “compraste un chocolate en la dirección que se indica arriba, te costó tanto dinero…” No esperaba ser yo quien tuviera que ponerme en tela de juicio, sólo necesitaba saber que sí, que había pasado o que por lo menos alguien más lo había visto pasar. ¿Estuve ahí, fui yo?, ¿alguien podría decirme si mis zapatos eran cafés?, ¿si nos saludamos de cerca o sólo nos vimos de lejos? Por un momento he olvidado todo, no sé qué hablé con cada uno, no puedo recordar cómo olía ese lugar, ni cómo sabía el té que pedí. Sin darme cuenta, no sé nada, no sé quién fui ni quien soy.
No estoy segura de cómo llegué ahí, de quién escribió esas notas y quién decidió que eso era lo importante, lo primordial, “lo digno de recordarse”… ¿Qué lugares son los de las fotos? Vuelvo a leer esas descripciones exhaustivas y sólo veo a gente que no conozco, ruidos que no imagino. Yo jamás estuve ahí, yo no fui ella, yo no hablé de eso, no quise recordarlo, ni tuve miedo de que se borrara. Me dijeron qué olvidar, cambiaron los nombres de las calles que caminé, muchos creyeron que no debía ser así, que el pasado no podía quedar atrás, que no se podía sumir en la obscuridad, todos teníamos la obligación de recordar que ahí habían muerto algunos, se habían encontrado otros y desaparecido millones.
Mi memoria fue débil, el olvido le ganó e intenté resistirme. Anoté los detalles, tracé mapas, escogí los momentos que quería recordar, las sensaciones adecuadas, “lo correcto”, los trascendente, “lo importante” y lo esencial. Me quedé en la línea, viendo una vida que no me pertenecía, que era la mía sin que yo lo supiera. El mundo había elegido por mí, ellos sabían qué habría de conservarse de todo lo que yo había deseado ver ese día, de lo que había contado, de lo que había dicho.
Mi pasado ya no me pertenecía, era de aquellos que recordaban, a los que la memoria no les fallaba, a quienes sus recuerdos no los habían abandonado y tenían la capacidad de confiar en esa realidad que recordaban. Y yo, nada, tal vez alguien se había encargado de modificar el orden de mi cerebro, tal vez se habían encargado de borrarme por completo, de convertirme en alguien vacío. Como un acto de fe, empecé a creer en lo que dicen que sucedió, esa realidad no existía, la verdad se había esfumado…
María Fernanda García (Ann Arbor, 1987) nació en Estados Unidos por accidente, vive en México desde que sus recuerdos le permiten saberlo. Nunca aprendió a andar en bicicleta y estudió la Licenciatura en Historia en la UNAM. En los últimos años se ha especializado en temas relacionados con la Literatura Infantil en México. En el 2012 se dedicó a leer todos los libros de Paul Auster. Actualmente es editora en Obras para Niños y Jóvenes del Fondo de Cultura Económica.