Nadie sabe lo que tiene hasta que Museo nos lo recuerda
¿Por qué hacemos lo que hacemos? Un narrador omnipresente plantea esta pregunta al inicio de la última cinta del director mexicano Alonso Ruizpalacios, ahora 14 veces nominada a los premios de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC).
Niños de secundaria (des)entonan la canción de La noche de los mayas en sus flautas, para luego dar un recorrido por el recinto protagonista.
Juan (Gael García) un joven de veintitantos años se encuentra cursando la carrera de veterinaria a lado de su compañero, “Guerrero Águila”, Wilson (Leonardo Ortizgris). Ambos viven en los barrios satelucos durante la época de los 80: momentos de Atari, cubos Rubik y televisiones de bulbos. Quedaron de verse donde siempre a las 12 pm. Era la noche de navidad cuando se decidieron a saquear el Museo de Antropología con finas herramientas de tlapalería. Los que se anunciaban en el noticiero de Zabludovsky, como atracadores profesionales de más de 100 piezas, eran los mismos que se hacían llamar los “Tlatoanis de Naucalpan” y orinaban en la torres de Luis Barragán tras el acto satisfactorio.
El plan siempre fue el de vender los artefactos a un coleccionista para después forrarse de dinero, sin embargo, a lo largo de la película este objetivo se hace cada vez más vago. ¿Cuál fue, entonces, la razón de hacer un hurto de semejante magnitud? A Juan “nunca le faltó nada”, en palabras de su padre, pero su familia tampoco esperaba nada de él. El traje de Santa Claus le quedaba grande. Por más que lo ajustaran, nunca hubiera podido llenar los zapatos de una figura de tal rectitud y disciplina, como la de su abuelo. Pero Juan tampoco se conformaba con ser el hazmereír del hogar, en el personaje hay una necesidad de reconocimiento y, por ende, de respeto. Lo vemos en la incómoda charla navideña, y la subestimación de sus hermanos hacia su carrera, quienes sarcásticamente reducen su quehacer a “un arduo trabajo de campo, enfocado en la masturbación”.
Existe un hartazgo de la situación, esa sed de “hacer que algo pase” en medio de la planicie cotidiana: “Podríamos hacer algo distinto […] como chingarnos algo”, sugiere el papel interpretado por García Bernal.
En este sentido, Museo presenta una historia de expectativas no cumplidas. Pero, también de la relación ajena y poco armoniosa que mantenemos con nuestro propio pasado, ante el cual se nos demanda una afinidad, resultando justo lo contrario.
Esa idea de veracidad absoluta, y cualidad intocable de las reliquias, podrían representar “La Historia Nacional” e identitaria enseñada en los libros de la SEP. La misma que es impartida en la educación básica, y desmontada por completo, al momento de haber mayor interés público y morbo por ir a presenciar las vitrinas vacías. La cinta de Ruizpalacios nos recuerda la ignorancia hacia una cultura de la que tanto nos enorgullecemos, y presumimos con el extranjero, pero que tanto repelemos en el día a día con el compatriota.
Monsiváis lo dijo en su momento, palabras más, palabras menos: “El regalo de los ladrones al pueblo de México fue: Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, refiriéndose a las tantas piezas que desaparecieron, y fueron al poco tiempo restituidas.
Por supuesto, también se vislumbra una crítica al afano cultural del país, pero no como temática principal. Además, en su abordaje no hay una respuesta fácil, existen distintas contradicciones en cuanto al saqueo y la apropiación de las reliquias por parte de los museos. En el filme podemos verlo cuando el presunto sujeto a quien le venderán el tesoro es un británico, mientras es el mismo personaje principal quien repudia el extranjerismo.
Es imposible saber el verdadero inicio de algo. Tal vez fue la desidia profesional o el ocio. Esa fluctuación entre la temprana juventud inmadura y la incierta adultez. Lo cierto, según Juan, es que nadie puede saber porqué las personas hacen las cosas, ni siquiera, nosotros mismos.