Por Claudia Itzkowich
Lázaro se llamaba la caldera. Y no por capricho, sino porque logró resucitar más de una vez gracias al épico tesón de Claudio y Alex, los únicos prensadores de discos en México en la segunda década del siglo veintiuno. Ambos aseguran que, de haber sabido lo que implicaba, no se habrían metido en ese asunto, que la maquila de Retroactivo Records es producto de la ignorancia. Lo dicen en serio.
La idea surgió después de unos años de vender discos. Se dieron cuenta de que había gente fabricando de nuevo, y calcularon que por ahí iba lo bueno del negocio. Entonces oyeron que un comerciante que alquilaba rockolas en bares y cantinas del Estado de México y se manufacturaba sus propios disquitos de siete pulgadas buscaba vender su prensa, luego de que las rockolas de compactos le robaran buena parte del mercado.
El par de amigos más pronto se hizo de media fábrica que de la menor idea de cómo operarla. Razón por la cual recurrieron al Ingeniero Pérez, antiguo jefe de manufactura de EMI, y a Ciro, artífice de proezas tales como la de Lázaro, o la de improvisar un gato hidráulico para cumplir con una entrega una vez que la prensa hizo de las suyas.
Como objeto, el disco parte de una escultura de vinil tallada a máquina con la punta de un diamante. Y la música que emite consiste en una línea continua que no sólo describe una espiral, sino que forma minúsculos picos en un eje vertical.
El proceso de fabricación comienza con un corte, un disco tan liso que cualquier basura, incluso un pelo, pueden echarlo a perder –de hecho suele tirarse hasta una cuarta parte de la producción. Sobre su superficie, los datos de la fuente, que puede ser un compacto o una banda magnética, se transforman en nítidos surcos.
A ese primer disco, o disco madre, se le somete al proceso de galvanoplastia, mediante el cual se obtiene una aleación de plata y níquel que se adhiere para formar un estampador, un disco plateado que contiene toda la información en negativo, como los letreros de las ambulancias.
Esto es lo que reciben Claudio y Alex en la planta para montarlo en la prensa y aplicarlo sobre sus viniles.
Para echar a andar su prensa –que por cierto es una versión automatizada conformada a partir de dos máquinas que bien pudieron haber grabado a Pedro Infante–, Claudio y Alex decidieron darse trabajo a ellos mismos: grabar la música de sus amigos de Zipol, o reeditar el disco de Los Temerarios, la banda de Tabasco en la que debutó Chico-Ché. Ahora, ni cuatro años más tarde, hasta los discos con que Luis Miguel celebra 20 años de su romance están hechos –maquilados– en su planta de Tlatelolco, que suma ocho empleados, incluyendo al ingeniero y al jefe de mantenimiento.
Pero eso no les basta. Añoran más bien los años ochenta, cuando en México se hacían discos de Bowie que resultaban mucho más accesibles para los melómanos locales, y que hasta los coleccionistas ingleses deseaban tener.
No deberían quejarse. Su tienda de la colonia Roma atrae mes con mes a un cliente que llega vestido igual y con el mismo presupuesto de $3000 pesos a comprar metal, disco, rap; casi de todo salvo rock en español. También a muchos que buscan poner play porque no saben para qué sirve un brazo o se quejan de que no viene el segundo lado... porque no saben que para escuchar ese otro lado hay que darle la vuelta al disco.
Ellos son los que importan. Los que le auguran una larga vida a una empresa que, en palabras de sus dueños, le debe la vida a la ignorancia.