LUCHA CONTRA EL RACISMO AHORA

Por Alan Luna Alguna vez leí un discurso del famoso y laureado periodista polaco Ryszard Kapuściński, en el que detalla un “encuentro con el Otro”. El Otro entendido así, como concepto que se debe capitalizar, puesto que no es cualquier otro. Pero entonces, ¿qué es este Otro? Kapuściński hace uso de un pasaje ficticio pero que, de cualquier manera, se debió de producir en algún momento de la historia. Una tribu de las primeras —de unos 45 o 50 humanos— viviría y satisfacería sus necesidades de manera regular. Vivirían su vida a su modo. Con sus costumbres y ritos. Viendo las mismas caras una y otra vez. ¿Quién les habría dicho que había más como ellos allá afuera? Y no, la agricultura sería una técnica aún no desarrollada, por consiguiente, el desplazarse sería indispensable. En el camino, de repente, se encontrarían con otro grupo de nómadas. El primer grupo ajeno a ellos. Sí, se encontrarían con el Otro. Un otro ser humano que, quizá, no tendría el mismo color de piel, ni la altura, ni los rasgos faciales, y que, sin embargo, sería su semejante. Los humanos tendrían, según el polaco, tres opciones. Atacar, esconderse o aceptar al extraño. Tres reacciones entendibles. Tres caminos a escoger. Quizá el hombre primitivo habría optado por las primeras dos. Sobrevivir sería fundamental. Atacar o huir. Es comprensible. No obstante, tantos y tantos años después, podemos decir que ya no somos de aquellas tribus primeras, ¿o sí? Ante ello cabe preguntarnos por qué el racismo se sigue expresando de múltiples maneras.

En México, o más acertadamente puntualizado, en el mundo, el racismo es un tema imperante. Tanto el nómada como el sedentario sigue atacando —física, psicológica o verbalmente— al semejante que le mira desde una fisonomía y contexto diferente, ya sea este social, económico o cuñtural. En plena era tecnológica, en época de redes sociales, en la posmodernidad que juzga duramente a una modernidad que terminó con la gran decepción de las grandes guerras y el no-lugar al que nos llevó el progreso, después de tantos años para la reflexión sobre el ser humano, seguimos con el mismo miedo y rechazo hacia el Otro, particularmente porque su presencia amenaza nuestro estatus o nuestro poder o nuestro capital. Porque es verdad que se puede entender a un extraño como una persona misteriosa, de la que nos tengamos que empapar para averiguar realmente, no su naturaleza porque es la misma que la nuestra, sino, en todo caso su procedencia, no obstante, eso no justifica el rechazo prejuicioso a personas o grupos diferentes por su origen étnico o nacional o religioso; ni por su condición social; ni por su apariencia física; ni por sus formas de vida o costumbres.

Es cierto que determinadas actitudes han cambiado, pero la metamorfosis no siempre significa una evolución. Una persona políticamente correcta probablemente se abstenga de injuriar en presencia de un público desconocido al que quiera impresionar e, incluso, podría llegar hasta a defender a las personas y/o grupos racializados. Pero, ¿qué pasa cuando hay otras condiciones? ¿Qué pasa cuando una persona se siente segura o en confianza, a la vez necesitada de cuidar su poder, estatus, prestigio o privilegio?

Los apelativos de connotación negativa salen de la boca con facilidad pasmosa. Y no sólo eso, ¿qué hay de la violencia, de la desigualdad, de la marginación social, del limitado acceso a la educación, del negar trabajos o la entrada a establecimientos que supuestamente son de acceso público?

En una cultura como la que favorece la mancuerna Occidente-Capitalismo, y de la cual somos muchos, quizá sea “instintivo “desconfiar de otras personas, pero al igual que Kapuściński, o cualquier otra persona que haya hecho un análisis pertinente de su papel en sociedad, el instinto se puede domar con el aprendizaje que como hecho cultural se puede erigir hacia la construcción de un umbral en el que nos podamos cruzar con cualquier Otro, con cualquier extraño que se atraviese en nuestro camino, que coexista en nuestra realidad, para que se vuelva un semejante, un igual, que sea tratado por nosotros y por los otros y por todos, como yo, con equidad y con respeto.

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