Por: Andrés Milán (Enviado especial pocajuta para la cobertura de La Sonora Ponceña el primero de marzo en el Plaza Condesa).
Si hay un sonido característico de los caminos atiborrados de flores y palmeras, siempre dirigidos al centro y al palacio del Maharajá, es el sonido de la Sonora Ponceña. Si algo me viene a la mente, son las reuniones de las Ruiseñoras en la mera esquina de la calle donde vivía. Yo tendría unos cinco o seis años más o menos. Aquellas cuchicheaban entre chismes y críticas a la sensual Guajolota, que aparte de sus desmedidas curvas y su poco interés por cubrirlas, bailaba la música de su tierra natal, Puerto Rico. ¿Quién diría que aquellas Ruiseñoras en menos de un mes tratarían de imitar a la misma que criticaban?
Por ahí de 1957 hubo una transmisión especial desde Puerto Rico para Pocajú, pues se sabía que en la isla habían muchos fanáticos de la mulata Ruth Fernández y tenían una sorpresa para sus espectadores. Un poco después de la mitad del programa, aparece un niño con unas plataformas en los pies; el crío apenas y podía caminar, pero eso sí, ¡cómo sabía tocar ! Al llegar al piano, esas extensiones que lo volvían un peatón torpe, lo convirtieron en un hábil pisador de pedales. El exorbitante sonido de salsa que rugía de aquél aparato fue tal, que logró hacer bailar hasta la más frígida de las Ruiseñoras.
De ahí en adelante el sonido de Don Quique y Papo Lucca sonó en mi calle por toda mi infancia; jugábamos al cocobol al ritmo del “ran kan kan” proveniente del radio de la Guajolota, quien siempre nos acompañaba bailando. ¡Eso sí! si subía el ritmo de la salsa o lo convertían en mambo, salía todo el barrio a bailar. ¡Primero aparecían los ruiseñores que siempre pedían bailar con la Guajolota! ¡y después las Ruiseñoras que corrían detrás para detenerlos!
Quién diría también, que 50 años después, ya sin Guajolota y sin Ruiseñores, he viajado a México para ver a la Sonora del barrio de Ponce. Ya mi destreza en el cocobol quedó muy atrás, mi movimiento de cintura no es el mismo. Pero eso sí, la dicha de escuchar en persona al sonido que iluminó mi barrio, es mi última petición para morir tranquilo. ¡Y pensar que Papo Lucca tiene mi misma edad!