Quizá el fútbol no vuelva a ser lo mismo. La Luftwaffe bombardeó Belo Horizonte. Quedan las ruinas de Minerao, las ruinas de Brasil. Una mole de concreto humeante. Las pértigas de fierro dobladas, chamuscadas, retorcidas. Una masa de humo negro, densa, soporífera. El hormigón demolido. El césped enlodado por las lágrimas como una tormenta, la más brutal de todas. Aún se siente el retumbar de las bombas cuando impactaban; la piel trémula, entraba por la dermis y explotaba en las entrañas. Se ha retirado la Luftwaffe, victoriosa con rumbo a Río y soundtrack de Wagner acompañando su vuelo. ¡Santo Cristo del Corcovado! Qué masacre ha sido esta.
Pagó caro Brasil la traición a sus pergaminos. Se enfundó una armadura que nunca le correspondió. Demasiado titánica, una mole de metal forjado a fuego lento. Mucha coraza, pero proclive a las abolladuras. El traje de danza, a otras ocasiones. Scolari negó la estructura genética del fútbol brasileño: la ‘alegría do povo’, la calle trasladada al campo, el carnaval en conjunción perpetua con el juego. Entabló un proceso metalúrgico que engendró a un Brasil bañado en titanio, robótico. La brega como concepto estético regente. Ni la magnificencia de Oscar Niemeyer y Telé Santana. O quizá los que nos hemos equivocado somos nosotros: Brasil dejó de ser Brasil y no nos dimos cuenta, ni estamos capacitados para aceptarlo.
La Cabalgata de las Valquirias
Cada que Kroos mira al arco con el cuero en sus pies, por la cuenca del Rincabalgan Özil, Müller, Khedira, Schweinsteiger, Lahm. Una lluvia de meteoritos. Ráfagas de huracán. Rayos y centellas. Valquirias descendiendo de la montaña. Fútbol en hipérbole. Brasil fue un arranque de furia, un acorde deSepultura. El gutural le quebró las cuerdas bucales. La voz rota, polvorienta, sonaba a un violín sin tocar por 50 años. En el desconcierto, Müller danzó tan fino y formidable como valquiria y clavó una estaca en el corazón verdeamarelho. Él sí pudo gritarlo. Brasil quedó atolondrado, y prosiguió el blitz. Las centellas en la noche de Belo Horizonte. El cielo negruzco, brutalmente iluminado. El sismo aniquilador.
Llegó el encuentro de Miroslav Klose con la historia. Kroos avanzó, imperial, sobre trincheras brasileñas. Cedió a Müller, como cuchillo entre Dante y David Luiz; con la espuela citó a Klose ante Walhalla; la eternidad a un zapatazo.Julio César escupió el primero; Klose, ya convertido en Sigmundo, arrojó la lanza. El destino: Ronaldo destronó a Müller (Gerd) en Alemania. Klose consumó la vendetta, y de paso la de Yokohama. Un gol musicalizado por Wagner.
Sinfonía
Alemania siguió ensañada con el Brasil en tinieblas. Artillería pesada. En otro bombardeo brutal, accionado por el mariscal Kroos, Brasil entró en depresión.Blitzkrieg Low, deberían rebautizar The Ramones. Luego Khedira, colosal, regaló el doblete a Kroos, futbolista ciclópeo, con la escarapela impoluta, fulgurante sobre el uniforme; un airbus con propulsión a chorro. La posesión como sinfonía. La trenza de pases como la secuencia de escalas cromáticas de laPathètique de Beethoven; tan fugaces, tan imposibles. El gol de Khedira se ve con el Aria de Bach como soundtrack. Cada invasión teutona al terruño de Julio César era acompañada por la Tercera de Beethoven. El allegro con brio, los dos épicos acordes de cuerdas en ligero ‘in crescendo’, lo interpretan Kroos y Schweinsteiger; sus violines de fino puente, caoba tostada, y el arco de filamentos del cabello de David Luiz. El adagio en los dedos de Khedira, el primer violín. El scherzo, agitado, emanado de la trompa de Thomas Müller. El finale, donde se funden todos los movimientos, el último gran acorde, lo ejecuta Miroslav Klose. Y si no, André Schürrle, cuya forma de cargar el violín y el ladear de su arco, no aminoran la tesitura de la sinfonía. Incluso Neuer, a cargo de las percusiones, del triángulos, los bombos y la tarolas, no desentona. Brinda sustancia a la composición. Si estremece, es por él.
Máquina en combustión. Alemania, una horda de once ‘superhombres’ que imaginó Nietzsche. Schürrle desenfundó el violín y su acorde concluyó el sexto movimiento, tras el pase del Nibelungo Lahm. El séptimo una sonatina, la más precioso de todas; la Pequeña Serenata de Haydn. Devino la ovación, proveniente de un buen público de buen paladar y oído, envuelto en lágrimas, cierto, porque la interpretación, enternecedora, no fue suya. El tanto último de Óscar es sólo una molestia para la crónica. Tan miserable. Suena Kraftwerk, Elektro Kardiogram, (el brasileño es una línea recta y un chillido inerte) mientras Löw y su cuadrilla preparan, sobre las ruinas de Belo Horizonte y los sollozos de su pueblo, el plan para devorarse el Pan de Azúcar y llevarse el oro. El Maracanazo es historia. Bienvenidos al nuevo mito de los tiempos.
El fútbol, en efecto, no volverá a ser lo mismo.
Lalo López/@Fmercu9