“Siempre las horas”, Virginia Woolf idealizada e inmortal

“Siempre las horas”, Virginia Woolf idealizada e inmortal

Nicole Kidman como Virginia Woolf

Nicole Kidman como Virginia Woolf

En 2002 tres de las actrices más renombradas y aclamadas de nuestra era se decantaron en roles femeninos de gran introspección y censura, como cariátides de mármol: frías y endurecidas por fuera, volcánicas y dolosas por dentro, Nicole Kidman, Julianne Moore y Meryl Streep. Cada una representando desdoblamientos temporales, ficticios y sensoriales de Virginia Woolf, una de las autoras más aclamadas y revolucionarias de la literatura inglesa. Dama de los juegos líricos, de las idas y vueltas entre el papel y la mente, de la tristeza inefable y por supuesto, catalizadora de la autonomía y liberación femenina.

Basada en la novela homónima de Michael Cunningham, ganadora del Premio Pullitzer de ficción en 1999, esta pieza cinemática dirigida por Stephen Daldry —quien dirigió también la icónica Billy Elliot en el 2000 y que más recientemente llevó la batuta de la aclamada serie original de Netflix, The Crown— nos permite vivir e interpretar, con sus justas licencias poéticas, un día en la vida de la escritora inglesa, sus trances emotivos, las sombras que la engullían al medio día, la rigidez de su temple y su rictus, en la rendición adusta que Nicole Kidman optó por verter. Se conoce apenas una grabación nítida de la voz de Virginia Woolf, en un extracto que leyó para la BBC Radio en abril de 1937. Aquí, la escuchamos en tenores agudos y consonantes silbantes, muy inglesa, como si escucháramos a Maggie Smith leyendo un ensayo. Nicole, australiana de nacimiento, se inclinó por un retrato vocal más amargo, seco y grave, por el temor de caricaturizar la efigie de una mujer con tan elevada sensibilidad y perspicacia, en un filme tan hondo y serio que pretendía reflejar su frágil salud mental y su sed angustiosa de morir.

La voz de Virginia Woolf para la BBC en 1937

Por su parte, Julianne Moore hizo honor a su look de belleza clásica del Hollywood de la era dorada y se mimetizó en Laura Brown, una mujer abnegada y reprimida de inicios de los 50, con rizos pelirrojos y labios rubí sobre piel de porcelana. El personaje de Laura sirve como sub-argumento dislocado de la existencia de Virginia casi 30 años después, unido por supuesto por un lazo eterno, inmarcesible: la literatura. Mientras Woolf escribe la que se convertiría en su obra más popular La Señora Dalloway, en 1921 en su casa a las afueras de Londres, Laura Brown en una dimensión paralela, lee en su cama el mismo libro, uno que poco a poco comienza a describir tristemente su opaca existencia.

Julianne Moore como Laura Brown

Julianne Moore como Laura Brown

Clarissa Vaughn encarnada por Meryl Streep

Clarissa Vaughn encarnada por Meryl Streep

Finalmente, un tercer eje entra en juego a través de Clarissa Vaughn, encarnada por Meryl Streep, que en el Nueva York del 2001 no solamente comparte el nombre de la protagonista del libro de Virginia, sino que su vida se asemeja mucho a la rutinaria y autómata realidad de la ficción concebida casi ocho décadas antes. Esta conexión poética e imaginaria se hace notar desde las primeras secuencias de la película, donde las tres mujeres actúan de modos similares en sus rutinas matutinas, inconscientes de la existencia de la otra. Cuando Virginia rasga el papel con su tinta mientras murmura una línea de su nueva obra, Laura lee las mismas palabras del tomo impreso que sostiene en sus manos, a la vez que Clarissa las pronuncia orgánicamente como parte de su cotidianidad.

“La vida entera de una mujer en un solo día. Solo un día. Y en ese día, su vida entera”.

Mrs. Dalloway, Virginia Woolf

Establecido así, como una urdimbre complicada de seguir en ocasiones, el público va y viene y danza y se estremece en los nudos del hilo conductor que une las infelices vidas de sus tres intérpretes. Mujeres constreñidas por sus contextos y sus expectativas sociales. En el caso de la Virginia idealizada por la novela de Cunningham, la escritora inglesa se enfrenta no sólo a su decadente salud, sino también a su irremediable deseo de hallar paz más allá de la vida, de escapar del claustro que imponen las paredes de su casa en Richmond, y del escrutinio y asedios de sus sirvientes y su esposo, Leonard. En medio de este tumulto de emociones, que en pantalla se traduce a través del lenguaje corporal y el derroche histriónico de sus actores en escenas largas y quietas, que evocan a la naturaleza literaria de su historia, se hace un guiño a los romances lésbicos que han definido tantas biografías y estudios de la erudita inglesa. Por su lado, en 1951, Laura Brown besa a su vecina Kitty en el resguardo de su comedor en un impulso que asusta a ambas y que anuncia su despertar sexual y personal, confinada en un matrimonio rutinario que le ha dejado un hijo pequeño y uno segundo en camino. Seis décadas después, en la era moderna, Clarissa vive en su departamento neoyorquino con su pareja homosexual sin prejuicios aparentes. Este triple juego de representaciones lésbicas, en contextos sociales e históricos distintos, lo hereda del magistral manejo y profundidad que Cunningham imprimió en su novela y que permite una exploración interesante de lo que representa para cada mujer el “salir del clóset” en sus entornos históricos, colocando bajo una luz empática y reflexiva lo que representaba ser una mujer homosexual en otras épocas.

Hacia el final de la película, la historia se resuelve en escenas estremecedoras que atestiguan el talento de sus protagonistas y que invitan a reflexionar acerca del suicidio, la voluntad, el egoísmo, el abandono y la depresión, mostrándonos otras aristas y ángulos de temas en los que siempre se polarizan las opiniones y se sesgan los escenarios. Independientemente de lo anterior y de la riqueza fílmica y actoral que le valió a Las Horas nueve nominaciones al Oscar en 2003 —de las cuales sólo Nicole Kidman se llevó el galardón a Mejor Actriz— el retrato de Virginia Woolf en la cinta, aunque ficticio e idílico, logró aterrizar una de sus cualidades más supremas y exquisitas: el drama. Pero no ese drama melodramático, cliché, que aturde o empalaga. No. Virginia supo siempre desmenuzar las cavilaciones de su mente atormentada en prosas que desdibujan los límites entre narrativa y poesía. Vertió relámpagos autobiográficos en medio de las tormentas de sus letras, pero siempre claridosa, nítida y refinada. Pareciera que cada uno de sus libros, así como sucede en The Hours, enarbola desde el silencio versiones de ella misma que en la magia de la ficción hayan resoluciones o respuestas. O no. Quizás solo son catarsis de sentires sofocados.

Basta con escuchar la soberbia banda sonora que compuso Philip Glass para sentir la angustia poética y el sentir agridulce que permea en toda la obra de Woolf. El emblemático piano del genio estadounidense se acompaña de pronto por cuerdas graves que seducen el oído y envuelven cada escena en una atmósfera que parece nublarnos la vista con lágrimas mientras miramos un atardecer. Tal cual lo dice el título de la primera pieza del score: “The Poet Acts”, la poeta actúa. Así lo hace Glass, así lo hace Woolf.

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"Sí, merezco una primavera. No le debo nada a nadie".

Virginia Woolf

The Hours abre y cierra con un preludio y una coda dignos de una pieza teatral, retratando, en distintos momentos, el mismo evento: el suicidio de Virginia Woolf. En 1941, a los 59 años, Virgina llenó los bolsos de su abrigo con piedras y se sumergió en las aguas del Río Ouse en Inglaterra para entregarse a la corriente, y así desasir su cuerpo de su alma. Antes de hacerlo, dejó uno de sus legados poéticos más célebres y conmovedores: una carta de poco más de 20 líneas, de caligrafía rauda y desesperada a su esposo Leonard, junto con otra dedicada a su hermana. La cinta empieza ahí, con una mano temblorosa y fina besando el tintero con su pluma y rasgando el papel, mientras la voz áspera de la Virginia de Kidman nos recita la despedida amarga, conmovedora, pero hipnótica, de quien sería una de las grandes literatas modernistas del siglo XX. Al desenlace, volvemos a escuchar las notas de Glass y la voz de Kidman, ahora con el glorioso e igualmente “Virginiano” apéndice que Cunningham supo añadir a su obra, mientras Virginia entra en el agua:

“Querido Leonard. Mirar la vida a la cara. Siempre mirar la vida a la cara y conocerla por lo que es. Finalmente, conocerla. Amarla por lo que es, y luego, hacerla a un lado. Leonard. Siempre los años entre nosotros. Siempre los años. Siempre el amor. Siempre las horas”.

Siempre las letras entre nosotros, Virginia, siempre las letras. Siempre tu pluma, siempre tu ardor. A 136 años de su nacimiento, la inglesa de nariz larga y ojos penetrantes aún nos llama a los versos de su prosa.


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