La recreación del Halconazo en ‘Roma’ es un momento épico en la historia del cine mexicano
A estas alturas, Roma de Alfonso Cuarón ya es tema obligado en las conversaciones de todo cinéfilo, sea para alabarla o desacreditarla. Pero también, es un excelente ejemplo de cómo una difusión efectiva y la curiosidad del público pueden convertir un relato intimista a blanco y negro, destinado a reproducirse en la pantalla de una tablet, en una bomba mediática con proyecciones en una ex-residencia presidencial.
Pero, ¿qué es eso que despierta tal fascinación frente al ejemplar fílmico de Cuarón? Después de todo, Roma es, en esencia, una obra contemplativa, mucho menos grandilocuente que su odisea espacial Gravity y menos arrolladora que su relato apocalíptico de Niños del Hombre.
El gran acontecimiento en Roma es la vida misma, un andar taciturno y emotivo por la cotidianidad de una familia mexicana de clase media —espejo de la infancia de Cuarón—, a través de la mirada de una empleada doméstica de origen mixteco y en medio de una era de represión y guerrilla urbana.
El personaje principal de esta obra paisajista es Cleo —avatar ficticio de Libo, la nana indígena que acompañaría al director mexicano en su niñez—, interpretada por la ahora célebre e imperdible Yalitza Aparicio, cuyas sesiones fotográficas de alta costura han inundado las redes. Así, Roma nos conduce por los aparentemente inocuos quehaceres que definen su rol de trabajadora del hogar. Y es justo a través de estas pequeñas y simbólicas acciones cotidianas en las que nos damos cuenta del silencioso, pero indiscutible impacto que su presencia ejerce en la vida de la familia para la que trabaja.
Todas las mañanas, Cleo despierta a niños que no son suyos, entre mimos y canciones; los atiende a la hora de la comida, escucha sus disparatadas historias con gozo y termina por acurrucarlos en la noche con sonatas de cuna habladas en su lengua natal. Luego, corre por las calles junto a su amiga Adela para ir a una función de cine al Metropolitan en su día libre, entre sonidos emblemáticos que estrujan el corazón de todo mexicano que creció con el silbido del camotero o el llamado del afilador de cuchillos.
Esta es precisamente la gran proeza de Roma: la exquisitez estilística y el elevado nivel técnico que se despliega para deleite de todos los sentidos. Cuarón y su diseñador de producción, Eugenio Caballero, consiguieron reproducir de manera prolija y meticulosa el México de los setenta, un país que ya no existe a nivel arquitectónico, pero que sigue vivo en la memoria, en sus costumbres y hasta en sus vigentes dinámicas sociales.
A nivel narrativo, Roma puede ser demasiado parsimoniosa para quienes esperan mayor ímpetu de quien dirigiría una épica espacial de impresionante adrenalina. Aquí no hay naves espaciales ni bombardeos cataclísmicos. Tampoco castillos encantados ni dementores. En su lugar, quedan paneos que se deslizan en la templanza, largas escenas que se detienen a mirar el agua enjabonada correr por el patio o las múltiples maniobras que se necesitan para estacionar un Ford Galaxie en una cochera angosta.
Sin embargo, aún cuando Cuarón se regocija en sus silencios o en el canto de los pájaros o en el crujir de las llamas en el bosque, la narrativa costumbrista alcanza un clímax de realismo alucinante que saca provecho del CGI, la destreza fotográfica y el diseño sonoro para transportarnos al horror de uno de los actos más brutales y oscuros en la historia de México.
De pronto, la calzada México-Tacuba vuelve a llenarse de estudiantes, pancartas y protestas. Una mueblería que ya no existe se recrea con altísimo nivel para servir de escaparate al pánico y la violencia que se desatan en las calles. Luego, se convierte también en escenario del mismo sadismo, en medio de llantos de dolor y cuerpos inmóviles.
La secuencia que recrea la matanza de Corpus Christi, conocida también como “Halconazo”, alcanza un punto elevadísimo en la factura visual de la cinta, creando a la perfección un ambiente inmersivo que nos coloca justo en medio de los gritos, el terror, la sangre y la consternación colectiva.
Pero el espléndido reenactment no se queda sólo en un formidable despliegue escénico que pretende explotar un hecho histórico atroz por el mero placer de retratarlo. El Halconazo toca indeleblemente a los personajes y sirve de catalizador para la historia, atando lazos fundamentales de su narrativa, conectando escenas pasadas aparentemente irrelevantes y detonando inflexiones que impactan terriblemente el futuro de la trama.
Así, Roma abandona por unos minutos su naturaleza sosegada y estática para engullirnos en una secuencia que prueba ser de pronto demasiado para soportar. Esto en sí mismo la convierte en una obra clave e imprescindible del legado historiográfico de México, aún cuando en el fondo se trata de un cuento personal e intimista, más cercano a la austeridad de una ópera de cámara que a la monumentalidad de una orquesta sinfónica.
Roma llega a Netflix este 14 de diciembre.
