Esperé hasta el último concierto para vaciar todo lo que vi durante cuatro fechas en el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México. Metallica, la banda que me inspiró un amor incontrolable hacia la música, visitó nuestra ciudad. Somos consentidos. Arrancaron una nueva gira, que celebra 30 años de la banda, en nuestra ciudad, con ocho fechas seguidas. (Inserte aquí chiste de Luis Miguel o de Chespirito en el Teatro Libanés.) Ocho fechas. Ocho llenos totales. Ocho noches en donde “Master of Puppets”, “…And Justice For All”, “Ride The Lightning” y “Seek and Destroy” enloquecieron a más de 20,000 personas por noche. Eso hace a Metallica la banda más exitosa en nuestra ciudad. Más que una banda, se ha tornado en un culto difícil de igualar. Una suerte de religión en donde los coros de “The Memory Remains” suenan como cantos sagrados, y los fúricos alaridos que rugen «Die! Die! Die!» de “Creeping Death” son una catarsis difícil de igualar.
Las críticas pueden llover. Que si Metallica es una banda “pop” de metal. Que si es el show on ice de una banda que en algún momento cambió la percepción de la música pesada ante el mundo. Que ya están viejos y que sus chistes son predecibles. Que parece un mal montaje de Las Vegas. Que el show está prefabricado y los chistes aburren. La banda siempre ha estado sujeta a este tipo de críticas. No es la primera, ni la última vez que les pasará. El que expone… se expone.
Sin embargo, y más de 100,000 personas no me dejarán mentir, lo importante no está en si tocaron las mismas canciones (con épicas variaciones entre concierto y concierto… si me preguntan) o si ya están viejos y vinieron a nuestro país a experimentar con su nueva gira para ganar millones. Lo importante de un concierto de Metallica es ver a James, Lars, Kirk y Robert tocar sus canciones.
Claro. Funciona, y muy bien, la silla eléctrica alimentada por generadores de Tesla, o a Doris (Lady Justice) derrumbarse durante el tema de 1988 que le da vida. ¿James tocando en un cementerio? Eso ocurrió en 1986, cuando Metallica le abría a Ozzy y el público iba a verlos a ellos. ¿El quemado? Un gag para fans que sí vieron el Cunning Stunts, un DVD que mostraba a un Metallica poderoso después de lanzar un disco blandito como el Load.
He escuchado más de 100 veces el solo de “Battery”. La introducción en vivo de “Sad But True” es un sello de la banda, ya sé que viene después de «Do you want HEAVY?», el interludio de “One” ha sonado en mis orejas miles de veces. ¿Y saben qué? Durante cuatro noches eso es lo que menos me importó. Son canciones que le hablan a quienes le tienen que hablar. Son letras que, a pesar de los años, siguen hablándole a generaciones enteras, porque existe algo de verdad en ellas. Es una banda de verdad, que supo resurgir del yugo de los egos y los demonios de la fama para hacer lo que hacen bien: tocar sus canciones. Tuvieron que sacar un disco terrible en el camino. Se olvida.
La última noche de sus conciertos es digna de recordarse durante mucho tiempo. Por primera vez tocaron “Orion” en vivo en nuestra ciudad. Su obra maestra. Esa canción que le calla la boca a sabihondos y a letrados en música. En el momento en el que los cuatro interpretan una canción que sale de la víscera para conectarse con las neuronas y cambiar el pulso de quienes lo escuchen, todos guardan silencio. Porque así debe ser.
Metallica es una banda que merece todo el respeto de quienes los escuchen. Es una banda que logra lo que ninguna otra. Comunión entre miles. Nacimientos de amistades. Lágrimas en medio de una melodía furiosa. Porque toca esas fibras de quienes aparentemente son duros, pero que reciben con una crudeza inigualable una sabiduría y una entrega que pocas bandas logran.
Por eso Metallica es mi banda favorita. Porque me hace sentir vivo. Porque sus canciones, aunque suenen millones de veces, me siguen diciendo cosas importantes. Porque los admiro como cuando tenía 14. Y estas noches en el Palacio de los Deportes difícilmente serán borradas de mi memoria. Seguramente más de uno se siente de la misma manera.