De boxeadores y escritores: Schulberg

Budd Schulberg murió mientras dormía el 5 de agosto del 2009, a los 95 años de edad. Escritor, fue, esencialmente, un hombre de boxeo.

Budd Schulberg

“It wasn’t him, Charley, it was you. Remember that night in the Garden you came down to my dressing room and you said, ‘Kid, this ain’t your night. We’re going for the price on Wilson.’ You remember that? ‘This ain’t your night!’ My night! I coulda taken Wilson apart! So what happens? He gets the title shot outdoors on the ballpark and what do I get? A one-way ticket to Palooka-ville! You was my brother, Charley, you shoulda looked out for me a little bit. You shoulda taken care of me just a little bit so I wouldn’t have to take them dives for the short-end money… You don’t understand. I coulda had class. I coulda been a contender. I coulda been somebody, instead of a bum, which is what I am, let’s face it. It was you, Charley”. Marlon Brando en On The Waterfront.

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Este ensayo apareció publicado en el #2 de Avispero

Se le atribuye a Alexis Argüello una de las sentencias más luminosas del universo pugilístico: “Además de un puñado de boxeadores, lo que hace falta son buenos entrenadores; es por eso que nuestro deporte está en el aire, porque echamos de menos gente capaz, no sólo de entrenar peleadores, sino que además intente crear ciudadanos respetuosos del mundo. Eso es lo más difícil”. En ningún lado he sido capaz de encontrar la fuente original de esta declaración: las palabras pueden pertenecer a cualquiera, pero cobra sentido que haya sido Argüello, un auténtico caballero fuera y dentro del ring, el último beneficiario, o al menos, la coartada perfecta del engaño. Así lo recuerda Budd Schulberg: se conocieron al término del mítico combate que Alexis sostuvo con Bobby Chacón en el 79, cuando El Flaco, que estaba detrás en las tarjetas, saltó del banco como un león para partirle el ojo al de Pomona en el sexto round. Luego a Bobby le contaron en el siguiente asalto, y en el octavo, el médico paró el pleito. La contienda fue intrincada y pedregosa, pero pocas horas después el vencedor, ya de saco y corbata, parecía encontrarse en perfectas condiciones y repartía sonrisas y apretones de mano en una ostentosa suite del Hotel Alexandria, en el cruce de la Quinta y Spring. El encuentro fue breve pero intenso: un amigo en común, el puertorriqueñoChegüi Torres, los presentó, y luego de intercambiar un breve saludo, Schulberg y Argüello se pusieron a hablar de boxeo durante un largo rato, como dos viejos conocidos que se encuentran después de mucho tiempo. Schulberg siempre catalogó al nicaragüense como uno de los grandes peleadores defensivos de la historia, considerándolo heredero inamovible de la trilogía que encumbró al Noble Arte de la Defensa: Benny Leonard, Gene Tunney y Willie Pep.

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Alguna vez Norman Mailer lo retó a enzarzarse a puños, y en otra ocasión fue Hemingway quien le plantó cara: ocurrió en Key West durante un coctel organizado para que se conocieran. Papa Hem, borracho como una cuba, se acercó a Schulberg y lo interrogó sobre sus filiaciones boxísticas. Luego de un largo intercambio de empujones, cuando cayó en cuenta de que Budd no era ningún improvisado, y que en efecto había visto algunas cuantas buenas peleas, Hemingway dio media vuelta y regresó a la fuente de daiquiris. Según mis cálculos, con Mailer hubiese sostenido un combate cerrado pero hubiera derrotado a Ernest Hemingway con facilidad. No eran aquellos los mejores tiempos de Papa, a quien A.J. Liebling definió en alguna ocasión como un boxeador “no demasiado evasivo”.

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El primero de julio del 2009, Alexis Argüello, de 57 años, alcalde de Managua y ex campeón del mundo en tres distintas categorías, fue encontrado muerto en su domicilio, ubicado en el kilómetro 12 de la carretera que une a la capital nicaragüense con el departamento de León. Esto sucedió a las 2:00 am. Tardaron apenas unas horas en hallarlo junto a su cama, con una herida mortal de bala en el pecho. Las autoridades lo declararon suicidio: el más grande boxeador nacido en Nicaragua había jalado el gatillo de la Ceska 9mm que puso fin a su propia existencia. Poseía antecedentes a considerarse: cuando tenía cinco años, su padre amagó con quitarse la vida arrojándose al fondo de un pozo abandonado; en los días de pobreza extrema, su madre lo amenazaba constantemente con autoeliminarse; y él mismo intentó atravesarse con una daga en más de una ocasión, durante sus peores épocas de alcohol y cocaína en Miami. Esta vez fue distinto. La presión de sus actividades políticas se había vuelto insostenible: Argüello sirvió como tapadera de un fraude con muchos ceros detrás. Se había vuelto una marioneta del mismo gobierno que provocó la muerte de su hermano y que a finales de los setenta le confiscó todo lo ganado en el cuadrilátero por considerarlo simpatizante y aliado del antiguo dictador, Anastasio Somoza. El Flaco Explosivo fue sepultado en el cementerio Jardines del Recuerdo, a las 3:00 pm, dos días después de su fallecimiento.

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Sobre Arturo Gatti, un peleador recordado por boxear esencialmente con la cara y nunca recular ante una ofensiva rival, Budd Schulberg escribió alguna vez: “Es el Rey del Noble Arte de la No Defensa”. Basta ver la cinta de cualquiera de los combates que conforman la sangrienta trilogía entre Gatti y Micky Ward, para darse cuenta de lo acertado que resulta el nombramiento.

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El 11 de julio del 2009, Arturo Gatti, de 37 años, ex campeón mundial en dos distintas categorías y cuatro veces incluido en la “Pelea del año” según la revista The Ring, fue hallado sin vida en un cuarto de hotel de Porto de Galinhas, un lujoso complejo turístico en Pernambuco, Brasil. Gatti había llegado unos días antes, en compañía de su esposa, Amanda, y el hijo de ambos, de casi un año de edad. Durante la cena de la noche anterior, la pareja había discutido: luego, Arturo se perdió en la noche y volvió bien entrada la madrugada, tras haberse involucrado, supuestamente, en una pelea. Pasaron ocho horas antes de que Amanda notara que el cuerpo de su marido estaba frío y azulado. La viuda lo pasó mal tratando de explicar cómo hizo para no notar ese pequeño detalle. Tampoco se encontraron marcas en el cadáver, pero sí manchas de sangre. Los Gatti se conocieron en un club de strippers de Jersey unos años antes. Durante el tiempo que duraron casados mantuvieron una relación destructiva y co dependiente, salpicada de habituales episodios de violencia doméstica. Las autoridades brasileñas cerraron el caso declarándolo suicidio, pero dos años después, y por insistencia del gobierno canadiense, el expediente fue reabierto: una autopsia posterior reveló que la verdadera causa de la muerte del ex boxeador fue asfixia, probablemente por estrangulación. Hasta la fecha no se ha podido esclarecer si hubo alguien más involucrado en el deceso o fue el mismo Gatti quien se ahorcó utilizando la correa del bolso de Amanda.Thunder fue sepultado en el Cimetière de Laval, el 20 de julio del 2009.

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BP Schulberg fue uno de los pioneros en la creciente industria cinematográfica de los veinte: trabajó a las órdenes de Edwin S. Porter (quien fuera camarógrafo de Edison a principios de siglo), luego fundó Preferred Pictures, y más tarde consiguió asociarse con el legendario fundador de la Paramount, Adolph Zukor. Su hijo Budd nació en la Gran Manzana, pero fue criado en aquel Hollywood revuelto y desenfrenado de los Roaring Twenties: la década en la que el jazz gobernaba América y Henry Ford marcaba la pauta del mundo civilizado. Luminarias como Cary Grant y Gary Cooper eran visitas habituales en casa de los Schulberg, pero ninguna de aquellas personalidades le quitaba el sueño al pequeño Budd: su idolatría tenía como único destinatario al magnífico campeón de los ligeros, el judío Benny Leonard. Su formación en los estudios más solicitados de la época y aquella breve incursión como guionista al lado de Scott Fitzgerald le otorgaron los conocimientos necesarios para escribir sus obras más reconocidas: What Makes Sammy Run? y The Disenchanted, pero fue durante esos largos periodos contemplativos frente a un cuadrilátero que Budd Schulberg vivió los momentos más intensos de su vida. Porque Schulberg fue, esencialmente, un hombre de boxeo. Así lo confirma su inducción al Salón Internacional de la Fama en 2002, al lado de George Foreman, Ken Buchanan y Marvin Hagler: Budd Schulberg vivía para mirar boxeo, para escribirlo: vivía el boxeo, no menos que aquellos rampantes pesos pluma filipinos de nombres apoteósicos tan admirados durante su niñez: Speedy Dado, Ceferino García, Young Nationalista. No menos que todos esos hombres a los que vio con atención romperse la cara entre las doce cuerdas a los largo de las siete décadas dedicadas al aprendizaje de la Dulce Ciencia. Y es que Budd Schulberg sabía que el oficio del escritor no era, en el fondo, tan distinto al del boxeador: el hombre solo frente al texto que está a punto de serlo tiene mucho que ver con otro que aporrea un saco en el silencio más hierático: el del cuero y el sudor.

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The Ghetto Wizard era también el peleador favorito de BP, un habitual en los pleitos que se organizaban en el antiguo Madison Square Garden, y más tarde cuando se hubieron mudado a California, imprescindible primera fila cada viernes en el Hollywood Legion, por donde desfilaron los grandes púgiles de la época: Archie Moore, Tony Canzoneri o Henry Armstrong. Padre e hijo sentían especial predilección por los boxeadores judíos, que por aquellos días despuntaban: admiraban a esos chicos que luchaban por salir del ghetto y representaban con dignidad a los suyos en un deporte copado por italianos e irlandeses: minorías surgidas de los movimientos migratorios que veían en el ensogado una salida rápida a su condición sometida. Las cosas no han cambiado demasiado en el boxeo: el panorama actual es dominado casi en su totalidad por hispanos y negros, peleadores pertenecientes a grupos étnicos que aún aparecen rezagados en comparación con la gran población WASP de los Estados Unidos. BP Schulberg creía que aquellos chicos fibrosos que portaban con orgullo una estrella de David zurcida al pantaloncillo, llevaban a cabo, a su manera, algo parecido a lo que Zukor o él mismo hacían en el mundo del cine: abrir brecha y demostrarle al mundo que aquellos expatriados surgidos del canal de Erie a finales del s. XIX podían, a base de trabajo y agudeza, ganarse un puesto en la empinada pirámide que preservaba a la sociedad norteamericana.

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Hubo también otros peleadores judíos interesantes: Abe Attel, por ejemplo, se alzó con el campeonato pluma justo en los albores del siglo; también estaba Abe Goldstein, quien se transformó en un auténtico mata irlandeses durante su galopada por el título de los gallos, en 1924. Pero ninguno como Leonard: un dechado de técnica boxística de apenas 1.67 cm, dueño de una pegada demoledora y poseedor de tal carisma que los historiadores no se cortan al equiparar su influencia en la comunidad judía con la que muchos años después sostuvo Muhammad Ali sobre los afroamericanos, en plena ebullición de la Nación del Islam.

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El 25 de julio del 2009, Vernon Forrest, de 38 años, ex campeón mundial wélter y superwelter, fue declarado muerto por múltiple impacto de bala durante un intento de robo. El homicidio ocurrió cerca de una estación de gasolina, a las afueras de Atlanta, Georgia. Según declaraciones de los testigos, Forrest se había detenido en la gasolinera para revisar el aire de sus neumáticos, cuando dos individuos armados intentaron asaltarlo. El ex púgil, portador de un arma de fuego, se resistió a la agresión e intentó perseguir a los delincuentes, que escaparon en un auto rojo luego de abatirlo de ocho tiros. Su ahijado de 11 años se encontraba en la tienda de la estación comprando golosinas. The Viper fue enterrado en el cementerio de Westview, un par de días después del atentado.

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Todos los viejos aficionados al boxeo recuerdan con emoción inusitada el primer combate que presenciaron: el olor del humo trazando espirales en las alturas del galpón, las luces adormecidas sobre los cuerpos, los gritos, las palmas, el sonido del cuero contra la carne y los precisos pasos de baile, uno dos, uno dos, marcando el ritmo sobre el entarimado: no hay memoria pugilística que se niegue a vibrar al recordar su iniciación en la ascética ciencia del sudor y el linimento, menos cuando la inocencia juega aún un papel determinante en los preceptos que asignamos al mundo. Budd Schulberg, sin embargo, guardaba en un lugar privilegiado de su memoria la primera pelea a la que no pudo asistir, por encima de la que sí sucedió (El pleito por el campeonato pluma entre Fidel LaBarba y Frankie Genaro). Corría 1921 cuando se anunció el esperado segundo pleito entre Benny Leonard y Ritchie Mitchell en el Madison Square Garden. Cuatro años antes, Leonard había conseguido lo que ningún otro púgil en casi una década: poner de espaldas a la lona al de Milwaukee, y encima, a domicilio. Así que Mitchell estaba convencido de revertir esta situación, a costa de lo que fuese. Excitado por el momento, BP prometió a Budd, de siete años, llevarlo al Garden para la revancha: “Quiero que veas al gran Benny Leonard en su apogeo, porque es algo que vas a recordar durante toda tu vida”. Y así habría sido, si no hubieran encontrado en la entrada del recinto al único oficial honrado del cuerpo policial de Nueva York. Por aquellas épocas las disposiciones oficiales señalaban que el ingreso a peleas de boxeo para menores de dieciséis años quedaba terminantemente prohibido. El mayor de los Schulberg echó mano de su carisma e incluso intentó sobornar al agente, pero cualquier acto de corrupción resultó infructuoso. Luego, con el peligro latente de perderse el evento deportivo del siglo, BP tardó menos que un guantazo de Floyd Patterson en pedir un taxi, emprender el veloz retorno al piso de Riverside Drive, abandonar el lloroso exceso de equipaje en los brazos de su madre y volver rayando, con propina de cinco dólares para el chofer de por medio. Cuando BP estuvo de regreso en el Garden, la pelea iba ya por el tercer asalto: no había logrado aún abrirse paso entre el mar de sebo y sombreros cuando alcanzó a ver lo increíble: en el centro del cuadrilátero descansaba la figura anestesiada de Benny Leonard. Budd no estuvo allí, pero su padre infundió en él el recuerdo más nítido que guardó de una arena durante toda su vida: justo antes de que la cuenta se topara con el diez, el judío maravilloso consiguió levantarse como movido por un resorte invisible, ante los incrédulos abucheos de una facción antisemita. Nunca repitió tanto su padre una historia como la de aquel sexto round: cayó Mitchell una, dos, tres veces, y el alud de izquierdas y derechas sobre su rostro deformado era igual a la lluvia que cae sin culpa en las tardes de julio. La audiencia pedía a gritos piedad al réferi, pero Billy Mitchell, padre de Ritchie, se negaba a lanzar la toalla ensangrentada que sostenía, aterido de ira y miedo. El réferi había metido algo de plata en la pelea y no estaba dispuesto a perderla.

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El 25 de julio del 2009, Francisco Moncivais, de 21 años, peso completo, ex campeón amateur sub 19 de los Estados Unidos, falleció en el ala de urgencias del hospital Gulford Memorial, en Mississippi, a causa de un hematoma subdural. La noche anterior, Moncivais disputó ante Bobby O’Bannon el que sería su segundo y último combate como profesional. Según las tarjetas de los jueces, Moncivais ganaba la pelea cuando el réferi detuvo las acciones al minuto y treinta y nueve segundos del cuarto asalto. “Pancho” Moncivais perdió el conocimiento justo después de que su sécond le retirara el protector bucal, y falleció 24 horas después. Fue sepultado en el cementerio de Fairview, el 30 de julio, a las 10:00 am.

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La primera vez que Budd Schulberg vio en vivo y a todo color al colosal peso completo Primo Carnera, fue en el Royal Albert Hall de Londres, en 1929. La anécdota viene relatada en su libro Moving Pictures: BP, que por aquel entonces atravesaba por una de las etapas más rocosas en su relación con la ludopatía, arrastró al joven Budd al auditorio con tal de asegurarse de que las mil libras apostadas a Young Stribling tuvieran buen fin. El pleito se detuvo en el cuarto, a causa de un golpe bajo que a todas luces parecía falso, y el italiano continuó cónsul racha positiva. Un par de semanas después, ambos peleadores repitieron la farsa en París: fue entonces cuando Schulberg aprendió lo pantanoso que podía ser el deporte de sus amores. El caso de Carnera le resultó conmovedor desde entonces: la mafia manejó al inútil gigante de circo hasta que exprimió todo lo que pudo, y de inmediato lo abandonó a su suerte. Fabricaron un enorme campeón de papel maché que luego de ganar el campeonato fue conducido al matadero. Aquel episodio en Londres fue determinante para que en el futuro Budd se decidiera a contar la historia de un cacareado e inservible peso completo argentino, Toro Moreno, El Gigante de los Andes, trasunto del propio Carnera y personaje principal de la novela The Harder They Fall, que más tarde fue llevada al cine por Mark Robson.

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El 22 de julio del 2009, Marco Antonio Nazareth, de 23 años, peso superligero con récord profesional de 4–4, murió en el hospital América-Med, en su natal Puerto Vallarta. El motivo: un derrame cerebral ocasionado por las lesiones sufridas durante el combate que sostuvo con Omar Chávez cuatro días antes. El réferi, Guillermo Ayón, detuvo la pelea en el cuarto round, cuando Nazareth daba ya claras muestras de su condición mermada. El Texano fue sepultado en una cripta familiar ubicada en el cementerio tapatío Recinto La Paz, un día después de su fallecimiento.

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Budd Schulberg practicó boxeo durante un corto y desafortunado tiempo. Lo suyo era, definitivamente, recrear el mundo de las peleas desde una perspectiva que no incluyera el intercambio de jabs. No era mal atleta (representó al equipo de tennis de Dartmouth durante su época universitaria), pero había nacido en cuna de oro y no era precisamente lo que se conoce como un tipo duro. Tenía además dos inconvenientes mayúsculos a la hora de calzarse los guantes: primero, no le gustaba ser golpeado en la nariz; y segundo, nunca fue capaz de elaborar una estrategia para impedirlo. Ése era un chiste que le gustaba contar a Budd a menudo: sabía reírse de sí mismo y estaba convencido de que su amor por el boxeo tenía parte de su origen en esa incapacidad nata para practicarlo.

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Aquel mes de julio del 2009 también fallecieron: el 22: Mark Leduc, canadiense, medalla de plata en Barcelona 92, uno de los primeros boxeadores en declararse abiertamente homosexual, causa: posible infarto; el 25: Nicolás El Tigre Cervera, wélter barranquillero de 37 años, causa: ahorcamiento; Walter Martillo Morelo, superligero colombiano de 24 años, quien entrenaba para disputar su primer título mundial, causa: homicidio con arma de fuego. Nunca atraparon a los asesinos, presumiblemente, sicarios del cártel de Cali que operaban en la zona.

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Luego de publicar su segunda novela, Budd Schulberg se retiró a una granja en Pensilvania. Su propiedad contaba con un enorme galpón que permaneció desocupado durante un tiempo, hasta que un día se decidió a instalar un ring en su interior. Bob McNamara, un empleado de la oficina postal del pueblo, que tenía un pasado como boxeador amateur, se dedicaba por aquellos días a entrenar a un grupo de chicos en los tiempos libres que el correo le dejaba. No pasó mucho antes de que Schulberg le ofreciera a McNamara el galpón para que se ocupase de sus pupilos. A Budd le fascinaba saberse dentro del juego: era una manera de participar de todo aquello que desde niño lo consumía por dentro: el misterio del boxeador estaba al fin instalándose en su propia casa, que para tales efectos, era una extensión de él mismo. Y entonces apareció por ahí Archie McBride, su alter ego y protégé, quien le permitió a Schulberg hacerse un nombre como manager. Lo que empezó como un esparcimiento de la máquina de escribir, se convirtió paulatinamente en el motor vital del escritor. Schulberg intentaba llevar un equilibrio entre la escritura y su nuevo y apasionado oficio, pero era incapaz de resistirse al sonido de los puños sobre el saco que le llegaba desde el galpón. La unión entre Schulberg y McBride era tan intensa y sólida, que más allá de una relación de trabajo, llegaron a crear un vínculo familiar: juntos conquistaron las veladas de cuatro rounds en Trenton, apagaron el alumbrado sísmico del Garden, y enfrentaron al viperino Nino Valdes en el infierno de La Habana: juntos llegaron hasta alturas que ninguno hubiese sospechado: por un lado, el chico negro que buscaba unos dólares extras para ayudar a su madre, por otro, el escritor aburrido de su rutina que sabía demasiado sobre boxeo como para desaprovechar su sabiduría en los libros. El séquito de McBride era único en su tipo y estaba compuesto por intelectuales y hombres de letras: desde el novelista Irwin Shaw, hasta Saxe Commins, editor de Random House. Archie y Budd formaban una combinación insólita pero efectiva. Un día, Schulberg recibió una llamada de Teddy Brenner. McBride venía de una conseguir victoria ante Bob Satterfield por los puntos, en Chicago, lo cual le proporcionaba ciertas posibilidades de pelear de nuevo en el Garden. Budd tenía varios posibles rivales en la cabeza cuando Brenner le dijo a quien iba a enfrentar su muchacho: Floyd Patterson. Archie tenía buenos movimientos y era un golpeador eficaz, pero no estaba a la altura de Patterson. Además, Archie llevaba poco menos de 30 peleas como profesional. Schulberg no pudo dormir durante varios días. Entonces, alguien le pasó a Budd el dato de que un joven boxeador de Trenton, Roosvelt LaBord, podía servirle como sparring a McBride: LaBord poseía un juego de manos veloz, capaz de emular en cierta medida los relámpagos que a Floyd le colgaban de los brazos. Schulberg realizó los preparativos y agendó la sesión de entrenamiento para el domingo previo al pleito. Pero Roosvelt Labord nunca apareció. Fue entonces cuando el escritor tomó la determinación de transportar el mito de su tinta a la sangre: luego de ponerse los guantes y ajustarse la careta, trepó al cuadrilátero para bailotear con Archie unos cuantos rounds. Incluso se tomó la molestia de pedirle a su boxeador que no fuera a lastimarlo, a lo que Archie respondió, visiblemente molesto: “¿Acaso le haría daño yo, señor Schulberg?”. Pero sólo unos cuantos segundos después, un liviano zurdazo de McBride fue a esrellarse contra la amplia nariz de Schulberg, que no aguantó el impacto y se deshizo en rojos. Al día siguiente, Budd Schulberg viajó a la presentación de uno de sus libros en Filadelfia, y atendió a sus lectores amablemente, con una curación de yeso en medio de la cara.

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Archie perdió su duelo frente a Patterson, como todos pronosticaban. Fue detenido en el séptimo, luego de dos caídas. De la tercera no pudo levantarse. Aquel año Floyd Patterson fue campeón mundial de los pesos completos.

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Budd Schulberg murió mientras dormía el 5 de agosto del 2009, a los 95 años de edad. Su fallecimiento, el noveno de una invisible cadena, puso fin a uno de los periodos más trágicos en la historia del boxeo.

*Este texto se publicó por primera vez en Avispero núm. 9

Playlist | Miércoles 4 de Julio 2012

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