Por Marta Pallarès
Fue en 1994 cuando aprendimos que la Tierra es un guisante. Hace casi veinte años que supimos que Saturno no es más grande que una pelota de ping – pong, y que un colibrí puede comerse a Mercurio. Y es que hasta entonces nuestros sistemas solares se limitaban a lo cotidiano, lo terreno, lo aburrido; pero en 1994 pudimos lanzarnos a gritar que no teníamos la culpa de crecer y que se nos quedara pequeño el universo, cuando encontramos una banda sonora que finalmente concordaba con nuestras ansias de aventura extraterrena. Qué maravilloso y breve descubrimiento fue Meteoro, qué explosión su Chitty Chitty Big Bang!, qué corta su vida y qué honda su impronta.
Vinieron de la galaxia Spicnic. La misma en la que vivían juntos pero no revueltos, cada cual en su planeta, otros alienígenas como las Astrogirls, los Intronautas. Luego Los Fresones Rebeldes. También Alpino. Todo diversión. Seguramente esta sea la palabra más repetida, leída y escuchada entre la pequeña legión de los locos por aquella discográfica, los que hoy ya no somos aquellos niños pero seguramente hemos conservado algo de eso gracias a las locuras que bailamos allá por los noventa. Como ellos mismos cantaban, no tenemos la culpa de ser cada vez más mayores.
Es por este legado cargado de significado que la edición de Chitty Chitty Big Fan! ha supuesto tanto para tantos, valga la redundancia. Este recopilatorio ha parido hasta diez hijos pero tiene un solo padre putativo: Rubén B., coordinador del ya desaparecido blog Área 51 del corazón, y que ha estrenado sello con esta adorable marcianada con un no menos adorable arte de Jesús Galvañ. Disco que homenajea disco, sello que homenajea sello: aquella disquera noventera engendró muchos otros extraterrestres y supuso auténtica educación sentimental para quienes también se sentían (nos sentíamos) algo marcianos. La perspectiva nos demuestra que quizá el sentimiento alienígena no fuera sólo cosa de la adolescencia, a pesar que en ese momento nos identificáramos con aquello de haber agotado nuestra paga semanal y tener que buscar “céspedes descuidados” para conseguir unas pesetas extras. Estos raros somos (son) los que se han lanzado al hiperespacio buscando nuevas ondas sonoras que darle a esas melodías, grupos que no podrían tener más ADN Spicnic en sus notas.
Están Hidrogenesse, tan propios versionando “Mi coche Chogaboo” que parece que haya salido de su puño y letra: ¿habrá algún otro grupo en España que pueda usar esos vocoders y tonadas de juguete con tanta gracia?. Apenino se van de vacaciones a la galaxia Spicnic “En el futuro”, poniendo vocales sintetizadas y sonidos de computadora de los 80 al cierre del álbum. La Monja Enana pasan la “Cortadora de Césped” para financiarse los fines de semana en los que el dinero no llegaba para todos los cines, palomitas y refrescos que queríamos. Lidia Damunt cambia las teclas sintéticas de “¿Es verdad?” por un delicado piano, pero sigue haciéndose las mismas preguntas cósmicas que ya nos hacíamos en los 90. Parade busca marcianitos verdes en “Mister Silvester” y Espanto recibe una inquietante llamada en “Elvis me telefoneó”, añadiendo voces algo siniestras y bajando el tempo surfero original a una de las canciones más míticas del grupo. Y por supuesto la que quizá sea nuestra favorita, “El increíble mundo menguante” en el que viven Los Ginkas. Tan loca, tan inmediata, tan pegadiza como la original pero sin ser la misma; imposible no aullarla ni parar quieto mientras suene. Si no se puede bailar no es nuestra revolución, y además no queremos a nadie en ella que no baile. Porque queremos dar patadas de kung – fú, queremos luchar contra robots. Pilotar naves que tengan teclas de sintetizador en sus paneles de control. Bailar como ayer como si no hubiera un mañana. Fuimos meteoros, meteoros somos, meteoros seremos.
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