- Pásenle, pásenle, a ver a la chiva. - ¿Cuántos años tiene la chiva?
- Cinco añitos. Es la segunda vez que viene al estadio, pero no la voy a meter.
- No la vaya a dejar con el de la birria.
- N’hombre. No le pasa nada.
La chiva de Don Arturo tiene las orejas caídas y sus cuernos apuntan para adelante. No se está quieta. Da vueltas en círculo. Un niño intenta acariciarla y tomarse una foto con ella, pero la chiva huye de su mimo. Está ataviada con una camisa de rayas blancas y rojas, impoluta, el cuello azul marino; la insignia del Guadalajara sobre su lomo. Pelaje fino, cremado, los ojos diminutos, las pezuñas pulcras. Su cuello está rodeado por una correa cuyo laso sujeta Don Arturo. ¿La chiva está triste? ¿O por qué sus orejas abatidas?
Carlos Bustos deambula bajo la lluvia. Sus gritos son eco. Absorto, cabizbajo. El cabello relamido le gotea. Gesticula: alza su brazo derecho, el izquierdo lo dobla sobre su cabeza, como un paso de baile, como si con ello quisiera llamar la atención de alguien, de nadie. Su señal pasa inadvertida. Era, con toda probabilidad, Carlos Bustos el hombre más solitario e infeliz en el Nemesio Diez. Cuando el temporal arreció y las llamas del infierno le abochornaron, quedó inerte, pasmado. El infierno le extirpó el alma a Carlos Bustos. Cuando apeló a sus reservas ladeó la cabeza y sus dedos apesadumbrados y lentos ordenaban, con desgana, que el elegido acudiera ante él. “Entra y juega por ahí, con dignidad”, habrá dicho. Apuntó Honoré de Balzac que la resignación es un suicidio cotidiano. Aquella noche de octubre, Carlos Bustos fue un hombre desprovisto de pasión y fe. Y qué es de la vida sin fe sino un deambular bajo la lluvia.
Una guitarra desentonada suena entre tacos de carnitas y tortas de mole verde. Su intérprete, que se presenta como ‘el trovador’, divaga ante un micrófono encendido y delineado por una penumbra carmesí sobre la pesadumbre tapatía: “hay que apoyar al Guadalajara, hombre. Es el único equipo con mexicano. Ningún equipo en el mundo tiene puros nacionales. Hay que apoyarlos aunque no le vayamos”. El monólogo es musicalizado por acordes ruines, como el chirriar de una caja de música cuando detiene su marcha. No hay rastro de la chiva ni de Don Arturo. Quizá la chiva está triste.
Al final, Carlos Bustos dijo adiós, por dignidad. Se marchó, cortando el silencio en la sala de prensa, el hombre sin vida, la voz frágil, los ojos serios y la cabeza empapada. Su ‘suicidio cotidiano’ ha terminado.
Sí, la chiva está triste.
Lalo López
@Fmercu9