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Portada del disco A Room With A Door That Closes de Maiya Blaney.

Un disco para manejar con un cuchillo entre los dientes

Nuestro gusto por la música está limitado por las circunstancias en las cuales nos toca escucharla. Por más criterios irrefutables, personalidad, o ideas previas que tengamos construidas, la experiencia musical con algunos discos está sujeta a qué tan bien o mal lo estás pasando.

Puede ser que ciertas canciones te recuerden a un olor, a un sabor o evento muy específico. Como con las lociones, si tu ex olía a una fragancia combinada con cruda, cigarrillo, y humedad; se te va a aparecer en el momento más inesperado, cuando estés comprando una papaya en el súper y la persona de junto haya elegido ese mismo perfume y te va a arruinar la papaya en tus manos. Incluso sin ver la horrible botella, los comerciales homoeróticos, o las camisas desabotonadas y sin planchar, vas a volver a ese momento cuando pases por el pasillo de perfumería del centro comercial.

Claro que este efecto Proust contempla el sentido inequívoco del olfato, pero por el oído se amalgaman, potencian y confunden las experiencias como en una historia que cambia cada vez que se cuenta. 

Por ejemplo, la experiencia de una colaboradora de la estación escuchando A Room With A Door That Closes, implica estar al borde de un accidente automovilístico. Las líneas frenéticas de los instrumentos se alternaron con las líneas del pavimento. El chillido de las balatas y la mandíbula apretada compaginaron con el feedback y la estática de los beats de canciones como Fumbled.

Miles de palabras altisonantes fueron muteadas por el estruendo de los parlantes empujando aire, que no hubieran parado de sonar incluso si las llantas dejaran de girar sobre el suelo, los frenos no frenaran, y las líneas del pavimentos guiarán a unos cuantos escombros de facia y cromo, resultado de un movimiento acelerado que de manera súbita, se detuvo.

Afortunadamente, nada le pasó a nuestra locutora del turno de las siete en la Burocracia de la Radio, que con el alivio de ver el peligro pasar de largo, pulso el botón de pausa con rencor, soltando una sonrisa nerviosa al conductor de la cabina contigua. Dicho álbum, para ella, deja un mal sabor de boca cuando se reproduce. Maiya Blaney no tiene la culpa, pero según la conductora, le dejó secuelas y una llanta raspada.  

Otra amiga tiene una situación similar. Pero cada escucha le parece superior a la previa. Cuando le dio play al primer track I’ll be with you pudo intuir con gran expectación que algo salvaje le continuaría. Como cuando en una película de terror la toma se empieza a torcer, un viejo tocadiscos se repite, y el primer salpicón de sangre mancha la pared con estruendo “¿Qué es esto, un disco de drum ‘n bass?”

Amagando con explotar, cada rola construye de cero un ritmo propio, valiéndose de cuerdas, bajos que producen caras de fuchi, y esta batería con la tarola que te genera la imagen visual del tambor siendo percutido con fuerza. La vida de mi amiga cuadra con todo esto. No porque sea una asesina serial en blanco y negro, pero porque su vida va de arriba a abajo, de punto A a B, C a D y de vuelta en toda combinación posible.

No es por nada, pero su relación romántica actual es igual de impredecible. La date mas tranquila implica un paracaídas, o la fiesta más tecnosa de la urbe. De aquellos lugares que parecen un refugio de vampiros en Blade si existieran en el universo de Bioshock. Su vida, como el álbum, oscila entre el Jungle más tronado y la distorsión estridente, capaz de sonrojar al observador de zapatos más capaz. 

A la ecuación de la experiencias de vida, hay que añadirle el lugar. La mayoría de veces que en el periodismo musical se menciona el lugar de residencia de un artista, es de manera inútil, como si la ficha de saber en qué calle viven lxs músicos me dijera algo. En este caso, que Maiya Blaney viva en Brooklyn tiene sentido. El tren L chirriando las vías a toda velocidad. En el aire miles de aeronaves descienden al JFK. El agua helada del atlántico impregnada de microplásticos salados que jamás podrán borrar el graffiti de los muros de ladrillo delimitando los callejones más artísticos del mundo. A eso suena esto.

Si el lugar, los olores y la etapa de vida influyen en cómo percibimos un disco, el segundo álbum de Maiya Blaney no le gustará a una persona campirana. Aunque pueda encontrar valor en los acordes groovy de algunas rolas, hasta la parte más tranquila del disco combina mejor con cócteles y noches iluminadas por luces incrustadas en miles de edificios.

No es un disco para dormirse suavemente en un viñedo, con brisas templadas y cuando el sol desciende. Es para manejar con el cuchillo entre los dientes por el tráfico despiadado, para recorrer de arriba abajo una red de movilidad trunca y bañarse involuntariamente en lluvia ácida. Es un disco de ciudad sobrepoblada de gente, de ratas, de cucarachas y de palomas. Así que, si estás igual de neurótico, escucha el disco. Si no, manda a volar a tu pareja tóxica, come saludable y cuida todos los aspectos de tu vida para que la música te sepa miserablemente bien.