
Ishmael Randall Weeks habita Pinturas Rupestres
Siempre he creído que lxs artistas comen, sueñan y respiran arte. Es parte de ellos, su lente para ver el mundo y el único lenguaje capaz de transmitir lo que quieren decir. Por eso, cada que tengo la oportunidad de conocer a unx, necesito saber cómo llegaron a serlo y por qué permanecen siéndolo, aún con todo en contra.
En un departamento luminoso de la colonia Roma, con ventanas grandes que inyectaban el interior con un calor de invernadero, conocí por primera vez al artista peruano Ishmaell Randall Weeks. Me dio la bienvenida a su especie de casa-estudio y cargó una silla para que pudiéramos sentarnos frente a frente.
En ese momento, me sentí maravillada de estar rodeada del incipiente trabajo en los muros y a la vez incómoda por estar penetrando en una espacio que era simultáneamente taller, cama y cocina, pues Ishmael había llegado a México por iniciativa de la fundación/op.cit., un proyecto experimental de arte contemporáneo con el objetivo de crear comunidad en la Ciudad de México y acercar proyectos creativos a más públicos y colaboradores dentro y fuera del país, demostrando a través de la práctica que el arte es una red y no un acto aislado.
Como parte del programa de residencias llamado Pinturas Rupestres, la fundación lo había invitado a habitar un espacio y producir en él. Como por acción del destino, el cubo cálido en el tercer piso de un edificio que fue construido por su arquitecto favorito, Mario J. Pani, hace más de medio siglo, sirvió de lienzo y hogar para experimentar con las posibilidades que brinda el tiempo y el lenguaje artístico. Luego, aquello que lograra plasmar en el espacio durante su estancia sería retirado a través de procedimientos especiales para desprender la obra del muro, desafiando directamente la noción de “mural” que existe particularmente en México, donde los muralistas fundaron una tradición histórica del arte.

Lo curioso es que Ishmael no suele trabajar a muro. Su obra habitual tiene volumen y textura que se construye a partir de diversos materiales asociados con el diseño y la arquitectura que él entiende como legados históricos, vínculos entre pasado y presente, y productos de un sistema social que les adjudica usos específicos. Para él, los objetos son siempre transmisores, transformadores y almacenadores de información social que sus manos pueden moldear y reacomodar para producir significado o hacer una denuncia. Como una especie de idioma nuevo o una política del material.
Por eso le pregunté si le parecía un reto tener que traducir ese lenguaje tan interiorizado de los objetos y el volumen al muro y la bidimensionalidad. “He decidido tomar esta residencia como un proceso de investigación, no me quiero guiar por una idea fija cuando las paredes pueden ser un medio para indagar”, respondió Ishmael, “al fin y al cabo, el arte sirve para juntar cosas que son improbables”.
Aún incomprensible y apenas sugerida, la obra ya comenzaba a formarse en las paredes del cuarto y la cocina en esa primera visita que hice al espacio. Pequeñas manos provenientes de obras murales de Perú y otros países de Latinoamérica acompañaban unas repisas dibujadas en el muro que servían de base imaginaria para algunos martillos, cuchillos, flautas y aplanadores provenientes de distintas culturas precolombinas.
Cuando hice a Ishmael la pregunta obligada de por qué decidió ser artista, él me dijo que estaba en sus venas. El arte siempre había sido parte de su vida, pues su padre era escritor y su madre era pintora. Desde temprana edad comprendió que la práctica artística era un medio para hablar de muchas cosas y “coagular sentimientos”, así que estudió para ser artista. Sin embargo, a pesar de que hubiera comenzado con el plan de estudios clásico que lo obligaba a dominar la pintura al óleo y el dibujo técnico antes que otra cosa, su verdadero interés estaba en la composición del lienzo mismo y sus posibilidades como cosa física.
Pasó su infancia en Ollantaytambo, un pueblo cusqueño donde aprendió sobre el trabajo manual, sobre golpear la piedra y tallar la madera. Cuando la mayoría de nosotros pensamos en las herramientas antiguas que inundan los museos de culturas precolombinas no las pensamos como cosas útiles, como si su confinamiento al interior de una vitrina anulara su propósito. Ishmael, por otro lado, aprendió a ver las piedras cusqueñas y sus cortes como el resultado de una acción y la evidencia del uso de esas herramientas. Por eso, sabe verlas como lo que son: fuerza en potencia.
Las manos extraídas de murales y las figurillas de piedra y metal que comenzaban a dibujarse en las paredes de su habitación, simbolizan el trabajo y remiten al tacto necesario para manipular una herramienta. Así, a partir de una reflexión sobre su uso, Ishmael comenzó a crear una conversación imaginaria e improbable, un contacto intercultural que jamás existió, pero que revela consistencias históricas y consonancias narrativas que se contienen en los objetos y nos hablan de nuestro presente.
Todavía me hacía falta ver la evolución de la obra para entender mejor el conjunto de siluetas aisladas que ya habían sido impresas sobre el muro a través de una técnica de transferencia con láminas de gel y un proceso de pulido para deslavar las imágenes, como un gesto que hablaba metafóricamente de la “historia borrada”. Sentía que había algo ahí, latente, pero que aún no aparecía del todo, así que pasamos el resto de la visita hablando sobre su trabajo anterior y sobre la experiencia de vivir y trabajar en el mismo sitio.
Me contó que trabajaba por las noches, porque el calor era demasiado durante el día, y que, para invertir esas horas en las que el sol entraba por las ventanas, se recluía en una esquina a leer un libro que pesa cuatro kilos y habla sobre el diseño gráfico en América Latina. Así descubrí que compartimos un amor por la Bauhaus y el Diseño Radical Italiano.
Después, comenzamos a hablar sobre el miedo. El miedo de abrir al público un espacio que había sido completamente íntimo, distinto de una galería cuyo fin último es ser vista. “¿Qué te preocupa?” Pregunté. “Que la gente espere una explicación sencilla para algo que no puedo traducir. No quiero que la obra sea didáctica. Quiero que las cosas se mezclen y sean una expresión personal con cierta energía visual capaz de hablar. El arte no es una herramienta para resolver problemas, son palabras para decir algo”.
Cuando decidió hacer la primera intervención en el espacio, Ishmael atacó el lienzo en blanco con un mantra para superar el miedo. Sobre el pilar de contención del edificio escribió “don’t be scared”, dejando una marca de su paso por la habitación, de sus dudas y sus reflexiones, sus investigaciones y sus planes. Marcas de un proceso que serían desechadas en otro contexto, si el arte tuviera que ser necesariamente un producto final. Al menos en lo material.
Me fui de esa primera visita sin saber muy bien qué esperar, más que nada porque me había prometido a mí misma regresar a la obra “terminada” con la consciencia de que todo había sido el resultado de una exploración y que jamás nada estuvo definido.
Después de tres semanas de trabajo, el pequeño departamento caluroso en un edificio de Mario J. Pani abrió al público y los visitantes se metieron, literalmente, “hasta en la cocina”, donde probablemente se preguntaron lo que era vivir y trabajar en el mismo lugar. Comer, soñar y respirar arte.
El resultado de la residencia fueron señas de la historia borrada contenidas en un biombo dibujado sobre el muro, hecho con una perspectiva tan precisa que verdaderamente parece salirse de él. Las repisas llenas de herramientas, que fueron plasmadas por encima de la alacena, actúan como guiño a los dispositivos contemporáneos que usó el artista para “sobrevivir” durante su estancia: un lavabo, una tostadora y una cafetera, enfrentados a las flautas, cuchillos y aplastadores de sus antepasados. De nuestros propios antepasados. Juntos todos en una reunión imposible que trasciende los límites del tiempo.
A pesar de que haya tenido que sustituir su medio habitual del volumen por la segunda dimensión de la pared, Ishmael aún logró utilizar la cultura material como un lenguaje. Y su gusto por el modernismo, que coincidió mágicamente con la historia de su hábitat temporal, le permitió pensar en los sueños utópicos y las promesas ideales. Tal vez por eso, el biombo y las repisas son dibujados: para actuar como un área gris sin restricciones en la que pudieran convivir culturas que nunca se imaginaron estar juntas. Un espacio de diálogo entre cosas y personas para vincular pasados con presentes y hablarnos un poco más de quiénes somos y qué podríamos ser.