
Historia de un niño homosensible
Mi nombre es David, pero hoy en día en la mayoría de mis espacios me llaman por mi apellido materno, Rodea. Nací en el año 2000 en la Ciudad de México, mi infancia y parte de mi adolescencia crecí en Ciudad Nezahualcóyotl y después partí con mi familia a Ciudad del Carmen, una isla ubicada en el Golfo de México que está conectada a Campeche y Tabasco. Volví a la Ciudad en 2020 y actualmente estudio Historia del Arte (2025).
Fuí criado por puras mujeres; mi abuela Rosa, tía Susana, mi madrina Cinthya y mi madre Miriam. El núcleo familiar en el que crecí siempre careció de señalamientos, juicios y violencia por mi evidente homosexualidad, pues desde pequeño ya estaba seguro de que era diferente. Sin embargo, las experiencias de vida fuera de mi entorno familiar no me proveían de la misma aceptación, ser un niño de clase media-baja, inserto en la mal llamada “periferia” de la ciudad y bajo la premisa de mi posible homosexualidad no prometían seguridad y confort para crecer.
Desde pequeño mi comportamiento siempre tendió a “lo femenino” o eso es lo que crecí escuchando y tal vez, aprendiendo. En la primaria descubrí los castigos, igual que muchos homosexuales, desde la violencia verbal y física; el rechazo, el acoso y la persecución por no cumplir un canon de masculinidad infantil.
La primaria significó enfrentarme a la socialización escolar de mi municipio. Fue el momento exacto en el que supe que mi vida no sería como la de los demás, que se me subordinaría a la violencia.
Durante los 6 años en esta institución no recuerdo ni un solo día en el cual mis compañeros varones y también compañeras no me golpearan, acosaran, excluyeran; a partir de ellxs y sus insultos, supe que ese deseo que tenía desde pequeño era nombrado por otros como “puto”, “joto”, “maricón”, “niña” o “gay”. La violencia incrementó con cada año escolar; mis compañeros estaban en una constante caza sobre mi vulnerabilidad; me seguían a los baños y me gritaban en el salón de clases; rayaban mis libretas y dibujaban penes en ellas, en mi silla, en el pizarrón, en función de reafirmar que yo estaba en el mundo en función del deseo a lo fálico. Sigo preguntándome si todo esto fue por la agudeza de mi voz, mis gestos amanerados o el lugar en donde me tocó crecer…aún no lo sé.
Para el sexto y último año, me sentía ansioso y feliz porque posiblemente no les volvería a ver a muchos de ellos, pero no contaba con que su impulso de culminar con un evidente deseo de transgredir lo físico había estado siendo contenido por años.

Todos mis compañeros después de nuestra despedida en la primaria decidimos organizar un convivio. Mientras yo me encontraba con mis tres únicas amigas que me acuerparon y defendieron en todo mi ciclo escolar, los varones de mi generación que habían estado molestándome por años: Jesús, Héctor, Javier, Ángel y Luis, entraron por mí a la fuerza y me sacaron al patio de la casa. Entre risas, nerviosismo y confusión me resistí. Una vez en el patio me tiraron al suelo, cada uno de ellos sujetaron con fuerza mis manos, pies y cabeza; me resistí mientras el grupo izaba un palo de escoba como una bandera.
Mis genitales fueron golpeados contra éste una y otra, y otra…y otra vez. Lloré más que por dolor, por un enojo legítimo; por la apertura de una herida tan profunda que no sé si podrá sanar. Culminada “la hazaña”, escapé a casa y mi abuela abrió la puerta. Me miró y no supe qué decirle, aunque estoy seguro de haberle mentido, solo me abrazó y hasta hoy no he podido contarle lo que pasó ese día.
Las risas, la burla y la satisfacción con la que un grupo de niños y niñas de 11 y 12 años festejaron alrededor de un cuerpo abatido por la fuerza, el dolor y la violencia, lo sigo sintiendo irreal; a veces como un sueño o una pesadilla que me niego a recordar. Esa intención de deshacerme de mi genitalidad (como un acto de castración física y simbólica) porque tal vez mi “feminidad” y mi homosexualidad no eran merecedoras de un pene y testículos, es algo muy común. La violencia es un evento canonico en la vida homosexual.

Mi entrada a la secundaria no careció de violencia; mis compañeros desde el primer año también me acosaban, pero esta vez, con intenciones y agresiones más sexuales.
Poco a poco decidí ocultar cualquier destello de mi diferencia y comencé a construir una identidad en lo alterno. Mis grupos de amigas y “novias” (que realmente eran también grandes amigas y cómplices en la “ocultación” de mi homosexualidad) han construído un refugio para mí, un asilo afectivo, de cuidado y vulnerabilidad, que nos han ayudado como homosexuales a sobrevivir. Cuando la masculinidad tóxica comienza a cierta edad a tomar a lo “femenino” (en mujeres, hombres y cualquier disidencia sexual o de género) como lo inferior, agruparnos es nuestra estrategia para sobrevivir y resistir.
La pubertad abrió mi consumo cultural y de entretenimiento en íconos como Lana del rey, Belinda, Belanova, Britney Spears, Lady Gaga, Arca, Kali Uchis y Crystal Castles. Películas, series y videos de YouTube en los cuales lo femenino es usado como recurso narrativo y visual que transforma lo “diferente” en una estética deseable me ofreció identidad. Con el acceso completo a internet y la proyección de contenido anglo en la tele abierta, para mí la cultura gay significó aprender inglés y subordinar mi identidad a la aspiración virtual de esos íconos que existían en la digitalidad. De repente, mi espacio de posibilidad sólo se encontraba en el internet, porque no era real en lo cotidiano.
Para este momento, la cultura gay ya había trazado un camino identitario muy particular en México, la cultura gay hegemónica se instauró con esa producción cultural anglosajona sobre lo queer, lo gay y lo femenino como espectáculo, creando un target de consumidores en las identidades sexuales “no hegemónicas”. Fueron dichos estereotipos, prácticas y aspiraciones con los que viví mi juventud. Aún recuerdo el boom de videos, canciones del 2008 al 2016 que tenía a la música y su reproducción audiovisual en el centro; la primera vez que vi Hot n Cold de Katy Perry, Poker Face de Lady Gaga o Troye Sivan con Blue Neighbourhood y su historia de amor gay; Lana del Rey con Ultraviolence y la romantización de la violencia. Cada vez, contenidos más focalizados en la comunidad gay que se dirigía hacía una capitalización de la identidad; ya no había que esconderse pero sí, que adaptar nuestra homosexualidad a estos productos.

De la exclusión que sentí en la niñez, comencé a ser parte de una identidad que me hacía sentir y permanecer a través de sus producciones culturales y artísticas que no están situadas en nuestro contexto, territorio y cuerpo. Porque en Latinoamerica y en México en particular, la cultura gay solo nos ofrecia la versión reidiculizada del homosexual y no de sus historias de lucha ¿Qué más había en ese momento para los adolescentes como yo en esta tierra? ¿Estereotipos como Paul y Carmelo?, ¿Jitomata y Perejila?, ¿Yajairo?, ¿Julio Esteban?, ¿La manigüis? ¿En dónde quedó Manuela?. Nuestras representaciones sólo existían como entretenimiento y chiste producto de la “resiliencia”.
En la cultura gay global encontré un nuevo espacio a través de la representación y la presencia femenina; una aspiración y agenda que jotos latinoamericanos como yo necesitábamos; una simulación de libertad a través de lo estético, el poder simbólico y la transacción.
Recuerdo la primera vez que comencé a pintarme las uñas, usar chokers, botas altas, que teñí mi cabello. La primera vez que visité Zona Rosa, mi primer ligue por internet. Me sentía toda una chica alternativa que reveló su gaydad gracias a esas letras e imágenes que me hicieron buscar el derecho a la vida y al placer. Sin embargo, al mismo tiempo, me quedé con el imaginario y la representación (por una industria dominada por hombres) de lo “femenino” y lo “gay” en el arte, la música y toda producción que nos determina como un catálogo de identidades, necesidades y deseos.
La preparatoria a los 16 años fue diferente, la violencia no era tan visible como en otros contextos, pero eso no la hizo inexistente. Operaba a través de otros medios, más simbólicos y menos verbales. El acceso a las drogas y a la tecnología era exponencial. Puedo recordar que muchos de mis amigas y amigos homosexuales y cis eran ya consumidores de alguna sustancia; tabaco, alcohol, marihuana, cocaína, LSD, poppers, tachas, entre otras. Muchos de nosotrxs (en específico mis amigos gays) habíamos pasado por situaciones en la infancia parecidas entre el bullying, la homofobia y el machismo. Entre Iztacalco, Iztapalapa, Pantitlan y Neza, nos encontramos para hacernos compañía.
Circunstancias me llevaron con mi núcleo familiar a Ciudad del Carmen. En esta isla en el sur del país concluí la preparatoria y me topé con una manera diferente de vivir la homosexualidad, mis consumos se fueron a excepción del cannabis y pude distanciarme de aquello que me hacía daño.
Abandoné mi antiguo hogar, dejé de habitar las calles que había recorrido desde niño, me deshice de la presión inconsciente de ser un hombre gay que debe de tener un carácter resiliente y humorístico todo el tiempo. Por primera vez fui yo, fui mío. Entendí como la identidad que adopté para existir en el mundo estaba en función de otrxs, de un capitalismo hambriento, caníbal y voraz que poco a poco me había hecho asumir, a pesar del sentimiento de liberación, mi rol en este mundo: Un gay que aspiraba a una hegemonía sediento de consumo.

El mundo contemporáneo me ha instaurado más necesidades que derechos, la cultura e identidad gay que hoy estoy viviendo está en su hype más superficial. La masculinidad y las prácticas que se han creado a través de la cultura gay han resultado en una reproducción de la violencia que alguna vez padecí(mos); hacía otras formas de diferencia; hacía un borramiento de lo femenino y lo no hegemónico.
Nuestras identidades virtuales nos han hecho depender de las redes sociales para subordinar nuestras relaciones afectivas y sexuales a las aplicaciones de ligue acompañado de instaurar experiencias, cuerpos y estándares de vida y belleza irreales. La identidad que me vendieron, y de la cual me apropié, fue el resultado de toda una serie de producciones provenientes de una masculinidad blanqueada, colonizadora y violenta. Que se quiere hacer pasar por queer, deconstruida, disidente pero, no estamos ni cerca de alejarnos de reproducir sus formas patriarcales.
Hoy solo busco la ruptura de ese ciclo de violencia que resuena en lo gay, porque no, no todo ha sido malo, duro y trágico en mi vida. He conocido al amor, la amistad y el compañerismo más incondicional. He gozado y sentido placer en una cultura material que, a pesar de no dejar de ser capitalista, es el único modo temporal e histórico que podremos conocer y cambiar. Sin embargo, hoy como adultx no puedo pretender que la violencia se fue, que lo que se he vivido debe olvidarse.
La particularidad de la violencia contemporánea entra por cada grieta de esta humanidad, ya no solo la produce el enemigo, sino el igual; es el mismo disidente, homosexual, subalternuzadx y marginalizadx, que por la aspiración dejó de luchar por su vida y ahora compite por un privilegio identitario. Ante esto, decido ser aún más homosensible.
Que el cambio en la sensibilidad individual resuene en un cambio estructural.
David Rodea
