Ser un joven trans y repensar las masculinidades

Ser un joven trans y repensar las masculinidades

Gabriel Martínez

Tenía 20 años y vivía como alguien que quería vivir del otro lado del espectro, que no se sentía en paz siendo como era, como alguien a quien no le gustaba la forma en la que la sociedad la percibía como persona.

Cuando vi por primera vez un video de un chico que había transicionado de mujer a hombre, supe que eso era lo que yo necesitaba y había anhelado durante tanto tiempo, eso que tantas veces me costó definir. Fue un proceso largo y difícil. Primero el rechazo: lo hablé conmigo, hacia adentro; me hice entenderlo, puse nombres, relacioné recuerdos; luego vino la aceptación. Más adelante fue inevitable que lo ya procesado quisiera salir de mi pecho, rompiéndolo a gritos desesperados. Conseguí mi transición “exterior” a lo largo de dos años. Comenzó con los más cercanos: “mamá, papá, hermana, pareja actual: esto es lo que me sucede”. Ellos siguieron el mismo proceso que yo: lo rechazaron, lo negaron, lidiaron con ello, lo procesaron, razonaron y al final lo aceptaron. Poco a poco, entendieron la importancia de la situación para mí. Justamente eso pasó con el resto de la gente. Todos se enteraron y fue pasando de ser una novedad a ser la nueva normalidad.

Hasta ese momento, para todos había sido muy clara la transición, el momento en el que se supo que yo “era niña”, y que ahora “sería niño”.

El tratamiento comenzó a hacer efecto: fui perdiendo mis rasgos femeninos y ganando vellos, músculo, peso, entradas, acné y todo eso que caracteriza a los machos de nuestra especie. Hubo cambios emocionales, como en cualquier adolescente, pero lo más curioso sucedió en el momento en el que la sociedad comenzó a verme como una persona del género masculino.

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En esa intersección, me percaté, por primera vez, de que mi familia y el mundo me habían hecho vivir dentro de un rol que corresponde al género femenino, el cual había permanecido invisible ante mis ojos, puesto que según yo siempre había podido actuar como a mí se me hinchara la gana.

Cuando comenzaron a tratarme como hombre, me di cuenta de los pequeños detalles: podía caminar de noche sin miedo a que me violaran, pero con miedo a que me asaltaran. Me impactó que la gente esperaba cosas de mí: como que fuera más fuerte, más resistente, que pudiera cargar cosas pesadas, que no llorara, que me gustaran las mujeres, que fuera más alto, caballeroso... que me convirtiera en un clásico “machín”. Que ejerciera una masculinidad tóxica.

En muchas ocasiones, me sorprendí a mí mismo aportando comentarios a las conversaciones entre amigos, todos hombres, únicamente por la presión social y mi deseo de ser percibido como uno de ellos.

Cuando me hice consciente de ello, comencé a analizarme y a analizar a la sociedad a mi alrededor. ¿Qué significaba “ser hombre”? ¿Los hombres lo sabían? No, o al menos no la mayoría.

Empecé por las acciones evidentes: el saludo. En México, todos sabemos que las mujeres saludan y son saludadas de beso. En cambio, no hay un código generalizado para saludarse entre hombres. Existen mil y un maneras de dar la mano: como chocarla, cerrar el puño recto o de lado, jalar para abrazar y darla de nuevo, la molesta palmada en la espalda… esto podría parecer insignificante, pero lo curioso es observar las reacciones. Siempre hay un momento de duda a la hora de saludar a un hombre al que recién se conoce. Y ejemplos como este me han permitido concluir que hay una falta considerable de identidad masculina, lo cual hace sufrir tanto a mujeres como a los propios hombres.

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Dentro de este mismo proceso noté que las mujeres, gracias a su lucha incansable por el reconocimiento de sus derechos y la equidad, han ganado esta gran ventaja sobre los hombres. Actualmente existen muchas representaciones dentro de la cultura popular que nos permiten vislumbrar la variedad de identidades femeninas, o mejor dicho, de maneras de “ser mujer”. Poco a poco, muy afortunadamente y cada vez dentro de más circunstancias sociales, la humanidad ha ido aceptando que las mujeres no tienen que ser sensibles, poco inteligentes, de una feminidad brutal, de sumisión y disposición absoluta hacia su pareja, sino que pueden prescindir del hombre, fungir un rol supuestamente masculino, alzar la voz, ser brillantes, audaces, etcétera. Tener ejemplos como Buffy Summers (Buffy the Vampire Slayer) o Lisbeth Salander (Trilogía Millenium) ayuda a que las propias mujeres, desde muy pequeñas, aprendan que tienen la capacidad y el derecho de ser mujer como se les dé la gana.

Este es un aspecto que yo he trabajado conmigo, solo que a la inversa. Decidí que no quiero ser un hombre arquetípico, puesto que no comparto sus ideales ni sus formas de enfrentar la vida. Quiero crear mi propia forma de ser hombre, que incluya poder ser sensible y no temer a que alguien más ponga en duda “qué tan hombre” soy solo porque no me expreso de las mujeres como si fuesen objetos. Deseo que aparezcan personajes en la cultura popular que den opciones diferentes; por suerte, ya se alcanza a percibir una masculinidad mucho más cálida y agradable en personajes como Newt Scamander (Fantastic Beasts and Where to Find Them) o el profesor Perlman (Call Me By Your Name). 

Pero corresponde a nosotros como individuos ser conscientes acerca de qué tan nuestras son nuestras acciones y cómo podemos reemplazarlas para dar paso a una convivencia armoniosa con el exterior y con nuestro propio interior.


Nací en Xalapa, Veracruz, y tengo 24 años. Desde muy temprana edad me interesé por la música. Estudié percusiones en la facultad de la UV y me especialicé en marimba y batería. He tenido proyectos que van desde música medieval hasta rock industrial. Me gustan las artes marciales y practico muay thai desde hace un año. Por otro lado, tengo una pequeña empresa de pan artesanal junto con mi madre. Me apasiona la diversidad cultural y me acerco a ella a través de los idiomas. Debido a mis procesos personales, me he interesado en el género y me agradaría especializarme en su estudio.

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