Día 2 #PasaporteAdidas: Todos los caminos llegan a Maracaná Un día de juego no se pasea. El día de partido es de plena atención al sagrado rito futbolístico. Todos los caminos llegan al templo del fútbol brasileño, oficialmente llamado Mario Filho en alusión al fundador del Jornal dos Sports, popularmente conocido como Maracaná, una especie de pájaro de la región.
Cualquier urbe se conoce mejor en el metro. Aún subterráneo. Ahí palpitan las motivaciones de sus habitantes, se sienten las pulsiones de sus visitantes. Río de Janeiro tiene dos líneas de metro que cruzan la ciudad por sus distintos barrios: Tijuca, Copacabana, Botafogo, Flamengo. Los boletos de acceso al estadio son pases gratuitos hacia el metro. Hay una entrada especial para los poseedores de los tickets del juego del día: México vs. Italia. En esta vida, y en el transporte público, lo gratuito escasea.
Se agradecen las múltiples señalizaciones: en el piso, en las paredes, en el sonido local del metro. Toda la ciudad está volcada hacia el máximo evento futbolístico de este año en Brasil. Varios grupos de mexicanos acuden en familia o con sus amigos. Los italianos también van con los suyos. El fútbol cohesiona, el balompié es transformador de sociedades enteras.
Ahí con nosotros, codo a codo, una familia de Monterrey. A su lado, otra que procede de Houston, su ciudad adoptiva, ellos realzan su orgullo por Michoacán. La Selección Nacional no tiene límites territoriales.
La angostura de los espacios es directamente proporcional a la expansión y gigantismo de las ciudades. Así no es el metro de Río. El interior de sus vagones es ancho. No pueden darse ninguna licencia. Es el epicentro deportivo de nuestros tiempos.
Un enorme globo de la Copa Confederaciones sobrevuela junto al coso brasileño. Basta atravesar un puente peatonal para llegar a los accesos del estadio. A nosotros nos tocó entrar por la sección azul. Si tenías otra sección, te recomendaban bajarte en una estación más cercana a ella.
El inmueble que albergó el Mundial de 1950 luce totalmente renovado. Aquellos tiempos en los que ingresaban más de 250,000 personas con aficionados de pie son mera anécdota. Hoy su capacidad no rebasa las 75,000 localidades. Todos sentados en cómodas butacas de color azul y amarillo. Tan nuevo todo, su piso, sus baños, sus estaciones de comida, sus torniquetes de entrada. En el aire y en la memoria se alojan a las figuras de antaño.
Hay tantos aficionados mexicanos e italianos como seguidores con su playera de Brasil. Ellos son un pueblo con gusto por el deporte universal. No discriminan colores para disfrutar su fiesta.
En definitiva, esta magna reunión no es un deleite gastronómico. El hot-dog con una salchicha apenas hervida. Una bolsa de chicharrones insaboros.
A un estadio tampoco se viene a comer. Aprendimos la lección.
Aquí se disfruta el rito que une a las culturas del mundo. El Maracaná es un buen lugar para rendirle tributo.