Inauguración Tokio 2020: Entre la ceremonia, la tradición y el silencio en las tribunas
Por Omar García @omarrgc
Cuando el nuevo coronavirus ganó la contienda en el 2020 y no hubo más remedio que posponer los Juegos Olímpicos, Thomas Bach, titular del Comité Olímpico Internacional (COI) puso la fiesta deportiva más importante de la humanidad como el punto de quiebre: el final de uno de los contextos más complejos en la historia contemporánea.
El día llegó y el virus sigue aquí. Tokio continuó con su tendencia al alza de contagios. Se reportaron hasta 1,979 casos en la jornada previa a la fecha de inauguración; el Comité Organizador incluso amagó con la posibilidad de una segunda suspensión.
Al final, figuras blancas ocuparon las pantallas del planeta y una exhalación, nerviosa pero aliviada, recorrió los cinco continentes. El mensaje fue claro: “Unidos, aunque separados”. La fiesta cobró vida gracias a las postales de ediciones pasadas, hasta que la luz se eclipsó cuando el reloj narrativo tocó 2020. Poco a poco, los esfuerzos individuales en el encierro dieron chispa para la antorcha que habría de encender el pebetero minutos más tarde.
La tradición japonesa, punto medular para la identidad colectiva del archipiélago, hizo su aparición a través de las manos que dieron forma a un país que, sin perder su impronta, se transformaron en una de las naciones tecnológicamente mejor desarrolladas y avanzadas del mundo.
Luego llegaron los invitados, la esperanza de un planeta traducido en los cinco anillos cruzados, los aros. Éstos hicieron eco de su pasado al ser construidos con la madera de árboles plantados por atletas de todo el mundo en 1964, la última vez que la antorcha brilló en esta ciudad.
Los países hicieron su entrada entre la alegría de encontrarse en el escenario más importante del deporte mundial, el silencio de las tribunas y la confirmación de su nombre en la historia de su disciplina. Cuando entró Japón, el protocolo tomó los reflectores y las voces de Seiko Hashimoto, Presidenta del Comité Organizador, Thomas Bach homólogo del COI y el Emperador Naruhito dieron la bienvenida y la esperanza colectiva.
El cielo de Tokio se entregó a las luces de un presente y futuro tecnológico, gracias al show de drones que jugaba entre ecos geométricos, hasta que el globo terráqueo encontró forma y un coro de niños retomaron la canción que ya podría clasificarse como himno olímpico, utilizado en al menos cinco ceremonias: “Imagine” de John Lennon.
El estadio se transformó en el protagonista y corazón de Tokio. Desde sus entrañas, las luces de la ciudad apuntaban a sus iconos (Nagoya, Tokyo Tower y Sakura) y la tradición del teatro Kabuki entregó el espectáculo al clímax de todas las ceremonias: la antorcha.
El fuego helénico hizo su entrada en el Estadio Nacional y un último relevo le entregó a Naomi Osaka, atleta japonesa más importante en el presente, el tramo final. La raqueta ganadora de cuatro Grand Slam se introdujo en las entrañas de una figura que se difuminó, por un instante, entre los Montes Olimpo y Fuji para encender un sol naciente, entre una crisis que no ha terminado y el evento que nos devuelve, de forma simbólica, la esperanza con el nuevo lema olímpico: más rápidos, más altos, más fuertes y juntos.
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