Bahidorá 2018: crónica diletante en busca del éxtasis colectivo
Por Patricia Peñaloza
@patipenaloza
“¿Qué pasó, mi Pati? Acá traigo mois chocolatosa, y si se les ofrecen unas gotitas de LSD, ahí me avisan…” —Mmmh, no lo creo, pero gracias”, le contesté al Aleps en medio de la desbordada foresta morelense, justo cuando me disponía a acceder a la primera fiesta del encuentro, y con tal oferta de bienvenida di por inaugurado, siendo las nueve de la noche del viernes 16 de febrero, el Carnaval de Bahidorá 2018, en sexta edición, a terminar el domingo 18 a las cuatro de la tarde: mi primera y temerosa vez en el lugar, a razón de la grima que me causa acampar.
Ya se miraban bien las estrellas. La fronda del hermoso y exuberante parque natural Las Estacas, retacado de albercas, atravesado por un río, en un viernes aún vacío de veinteañeros desbocados, envolvía y refrescaba. La zozobra vivida tras el temblor de 7 grados que se sintió a las 5:30 de la tarde, se había ido apaciguando. A mis cuates y a mí nos tocó el meneo telúrico en descampado seguro, al lado de un estanque de nenúfares y el restaurante finolis del balneario, en donde terminaban ya de comer varios músicos del elenco que actuaría al día siguiente. Las altísimas palmeras se meneaban, sobrias de sol; el personal de seguridad hizo señales a los artistas para que no se asustaran, y los guiaron hacia un punto seguro.
Cuando pasó el peligro, todos se retiraron menos un güerejo chaparro en shorts negros, que escribía obsesivamente en su celular. ¡Es Ariel Pink!, dije en voz baja a mis acompañantes; estaba justo en el camino hacia la tiendita donde queríamos comprar unas paletas. Cuando pasamos junto a él, la impertinente de mí le dijo (en inglés): “Hola, Ariel. Mucho gusto… ¿no te asustó mucho el temblor?” El californiano rió nervioso, aunque un poco contrariado: “No, para nada. Ya somos unos profesionales”. –Ah, ok. Ja ja. Sólo te queríamos saludar. Buen show mañana… El tipo hizo cara de molestia y nos dio la espalda, para hablar por teléfono. Ni un mísero “thank you”, ni una sonrisa. ¡Buuu! Ni modo. Cotizado.
Rondamos por un caminito periférico “exclusivo” para el personal del festival, aburridos pues aún no había actividades. Nos sentamos en la sala de prensa, chulísima palapa con helechos en las mesas y profusas frutas tropicales como catering, cuando empezó a temblar de nuevo. Cortito pero feo, se sintió el jalón de la réplica. Estaba más divertido explorar el lugar. Así que a caminar.
El parque es realmente inmenso, la vegetación tupida, el agua que mana, fluye y parte en dos al amplio terreno, proviene de un manantial. El agua azul está helada pero te serena con sólo mirarla. El buen gusto de la decoración salta por todos lados; hay piletas de todos tamaños, con columpios, puentes, piedritas; las hay de colores, cuadradas, curvas; jardines interminables, instalaciones de artistas plásticos… Para la música, hay cuatro escenarios principales y otros cuatro “especiales”. Sonorama para los actos más grandes, el Búnker para el rave más salvaje, La Estación para actos pequeños pero selectos, y el Asoleadero, con música bailable ligera, para el gozo bailador, apta para una zona donde todo mundo se tira cual lagartija, se liga a todo lo que se mueve, y no le pide mucho a Tepetongo en hora pico, en tanto amontonamiento y acalore, entre 2 y 6 de la tarde.
Con todo y el aperre, entre caminitos y brisas aromáticas, y con un calor que casi roza los 30 grados de día (de madrugada desciende hasta los 5 grados), realmente se siente uno a gusto, como en medio de una gran maqueta de fantasía e ilusión, en un gran parque de diversiones temático donde se promueve el cuidado del medio ambiente y la comida sana, se dan clases de yoga, todo ambientado con música electrónica y tribal, en directo, de diferentes vertientes, tanto nacionales como internacionales, a veces experimentales, otras tropicales, de renombre intermedio, en aras de privilegiar el gozo de andar descalzo o en chanclas, hacer estallar las hormonas a golpe de mirar cuerpos semi-desnudos sin cesar, todo un fin de semana y, por supuesto, el anhelo de ponerse hasta las manitas.
En traje de baño todos somos iguales
La apuesta del Carnaval de Bahidorá es hacer vivir una experiencia integral, donde la propuesta estética y la unificación con el ambiente sean tan importantes como la música. No son sólo unos escenarios fríos sobre un terreno seco y hostil, como casi todos los conciertos en México. No hay otro festival en México como éste, y de ahí lo alto de su fama. Trópico se le parece, pero en realidad son muy diferentes; en el festival de Acapulco, el glamour individualista es más grande que el afán de construir comunidad y el gusto por la música. Aquí la colectividad es esencial y por todos comprendida, de forma no tan consciente pero sí efectiva. Digamos que Bahidorá es más democrático; mientras en Trópico la oligarquía se regodea en presumir cuántos miles trae encima y los cuerpos se procuran perfectos, en el de Morelos hay más clase media y cuerpos menos cuidados: en traje de baño todos somos iguales. El mirrey, el godín, el hipster, el estudiante, el chilango, el morelense, olvidan por largas horas las castas que nos gobiernan. Las pancitas, las lonjas, la celulitis, nos recuerdan que somos reales. Aquí se miente menos.
Al final del festival, me sorprendió que no presenciara a fondo esa leyenda que ha trastocado el nombre original, y el ingenio popular ha dado por llamar el “Bahidrogá”. Me imaginé que vería una bacanal para cuando el sol se ocultara… pero lejos de eso, vi puro comportamiento sano, mesurado, responsable. Vi a mucho enfebrecido, sí, pero dentro de lo decoroso. No había basura en el suelo por ningún lado. Nadie destrozaba las instalaciones ni arrojaba porquerías al río. Para la noche del sábado, no vi muchos “muertos” tirados ni “zombies” pululantes, sino gente a la que incluso se le había bajado ya la borrachera y no seguía tomando porque se le había acabado el baro. Creo que llegué a ver a gente mucho más volada en Trópico… Será porque drogarse requiere de más dinero.
La manita azul
Del viernes para el sábado, una vez que rechazara las ofertas del Aleps, no así su frenética compañía, la fiesta comenzó con el legendario colectivo Fania, arrojando lo mejor de su repertorio electro-afroantillano. La escenografía en el foro El Umbral estaba ya dada por la sensual anatomía de los árboles, tal y como ocurría en los demás escenarios. Entre lunas colgantes de utilería y luces azules en las ramas, las estrellas fueron la gente misma, mientras conformaban constelaciones de miradas, una vez ocurrida la medianoche.
"El movimiento lisérgico de los cuerpos en masa, o en ruedita viendo hacia el centro, entre amigos que se quieren, devenía en cardumen de anémonas sin luz exterior, sólo interior".
“Bahidorá es un lugar de honestidad y lucidez; el nombre viene de ‘Bahía de Ardoras’ (referente a los mares de Ardora), un fenómeno natural en el que organismos marinos microscópicos emiten luz propia al hacer contacto unos con otros”, reza el programa de mano del Carnaval. Esto me había parecido una tremenda cursilería jipi, hasta que empecé a ver el baile entre los centenares de gente con detenimiento. El movimiento lisérgico de los cuerpos en masa, o en ruedita viendo hacia el centro, entre amigos que se quieren, devenía en cardumen de anémonas sin luz exterior, sólo interior. No era una rave (ra-ve, en español, no reiv) desaforada, sino cadenciosa, alatinada. La fiesta era sentir de cerca la agitación contigua, su mirada, su sonrisa, sus chistes; estar sin hablar, diciendo: estoy aquí, estamos juntos, emitiendo lucecitas conectoras, flotando sobre la ola de la noche.
Un árbol al que ya un poco ebrios llamamos “sagrado”, con iluminación naranja, nos cobijó al Aleps, a sus amigos y a mí. Unos fuegos pirotécnicos empezaron a estallar, hasta dejar visible la palabra “Bahidorá”, entre gritos festivos de la plebada. Flotaron por los aires unos cohetes que nunca habíamos visto, que tintineaban como flashes cortos, muy raros. “Es que son cohetes hipsters”, dijo Diego-fotógrafo. "¡¡Ja ja já, ja já!!", reímos mil. Llegaron las salsas, las cumbias, el afro-house. Ana bailaba cachondísima con los ojos cerrados, agitando sus fresquísimas caderas. Era una fiesta de playa pero sin mar ni calor, con viento frío, todos muy tapados todavía, con chamarra y bufanda. El festín de la piel llegaría hasta el otro día. “La playa está en la mente”, musitó el Aleps.
De pronto, una morra nos empezó a llenar de ansiedad: llevaba como media hora en cuclillas buscando algo en su bolsa con la luz de su celular; abría y cerraba compartimentos, cierres, buscaba en el suelo, ya muy tomada y muy ansiosa. “¿Te podemos ayudar?“, “¡Se me perdió una tacha!”, dijo angustiada. Se dio por vencida y se perdió entre el gentío, furiosa. De broma, saqué mi celular, prendí la luz y dije: “capaz que ahorita la encuentro, ¿no?” Y ¡zaz! En medio minuto vislumbré una manita azul entre el pasto oscuro, entre tenis enlodados, y la mostré a mis cuates. “¡Oooh, rifadaaaa!”, gritaron entre risas. Nadie se la quiso comer. Diego-fotógrafo la metió en una bolsita como quien recoge la evidencia de un crimen. “La guardaremos para mañana”.
Las estrellas del oro sonoro
“¡Aaaah… ahhh.. aaaah!” Unos gemidos en la tienda de campaña de al lado, me despertaron el sábado a las 9 de la mañana. “¡Cámara, no coman enfrente de los pobreees!”, pensé de forma ñera, mientras como niños de primaria nos reíamos Gerardo, mi compa de tienda, y yo, oyendo a los acalorados vecinos. Ingrediente fundamental de estos festivales, es el deseo permanente y ardoroso, las 24, las 48, las 36 horas, que rebasa todo éxtasis musical.
La cuesta se miraba alta: 60 artistas sin parar, de las 11 de la mañana del día 17 a las 4 de la tarde del día 18. La jornada sería larga y difícil de completar al cien, dada la lejanía de los escenarios entre sí, y lo difícil que es caminar en sandalias proveedoras de ampollas. Pero vinimos a escuchar música, cómo de que no. A darle.
La estrella de oro se la llevó de calle el saxofonista estadounidense Kamasi Washington y su magnífica banda de jazz y jazz funk, con elementos de electrónica leve. Finíssssimo y por mucho, lo de mayor calidad de todo el elenco. Las síncopas se enredaban en el ramaje, el virtuosismo de cada instrumentista se clavaba en el cerebro y los pies, como un veneno rasposo que dejaba oír al pasto crecer. El olor a mota quemada formaba ya parte de la naturaleza del festival, a toda hora, y en ese momento aun más. Media hora antes de su actuación, cuando fui al baño, lo había visto tras un ventanal del backstage. Se me había quedado viendo cual felino asustado, con esa melena leona que lo rodea. Imponente con su túnica africana azul y un collar huichol como regalo local, se preparaba para ofrecer todo su amor. Algo maravilloso de Kamasi es que gusta de tocar en festivales de rock para la “chaviza”, relajados y menos altaneros que quienes acuden a festivales de jazz, y así acercar este género a un público que no suele escucharlo.
Ariel Pink no estuvo mal, pero en realidad fue una decepción, no sólo porque no quisiera saludar, sino porque su chill-wave kitch, su pop-gresivo intrincado, aunque muy bien ejecutado, fabuloso para iniciados, aburrió al público general, que hacia el final del show se fue alejando.
Mount Kimbie fue otro de los actos placenteros de la velada: a punta de dubstep y pop-ambient, ofreció un calosfrío flotadito y multicolor. Shigeto estuvo deli-deli, con sus percusiones tribales embarradas de jazz y hip hop: también de lo mejor de la noche. Entrada la madrugada, la despedida del Sonorama ante seres ya muy fritos, la dio con elegancia el legendario Lee Burridge y su minimal londinense de agasajo: techno cósmico para caminar sin gravedad.
Escenario bonito entre albercas, era La Estación; un viejo vagón azul enmarcaba un íntimo tinglado, pleno de música distinguida: fusiones de música tradicional con electrónica suave, sobre todo de Latinoamérica y el Caribe. En él destacaron ÍFÈ, con su bella mezcla ancestral de yoruba con beats; la cubana La Dame Blanche, quien impactó con su presencia y vozarrón de corte clásico isleño, aderezado con hip hop, dub y reggae. Furor loco provocó la rapper Nathy Peluso, aguerrida defensora de la diversidad sexual y el feminismo. Todo un clásico de fines de los años 80, DJ Scratch, le dio pesado a las tornamesas. Cerró coquetísimo el cuarteto Timothy Brownie, integrante del sello Fania: funk, disco y electro-pop de gruesa candela.
La Madriguera embrujada
De los escenarios especiales, el de mayor magia y hechizo era La Madriguera, un foro recóndito, ubicado en una especie de cueva entre la maleza. Para llegar a él se seguía la ribera del río y se atravesaba una bellísima proyección de luces tridimensionales sobre la vegetación colgante al otro lado del caudal: un prodigio visual que dejaba las bocas abiertas. Después había que cruzar un túnel metálico, pleno de lucecitas caminantes: flashazos futuristas que en la oscuridad contrastaban con lo silvestre que le rodeaba. Poco antes de llegar al lejano paraje, una especie de abominable muñeco vudú gigante, daba la bienvenida entre los árboles, causando horror y ensueño. Al fondo, el rumor de fusiones varias sobre un escenario de madera, atraía cual hipnosis irrebatible.
"Por doquier había espejos gigantes que mentían sobre las dimensiones del lugar y daban continua sensación de embrujo multi-dimensional".
A eso de las dos de la mañana, The Cuckoos tocaban algo rarísimo pero delicioso: una magnífica fusión entre latin jazz y dancehall, con flauta transversa, teclados análogos y ritmos progresivos, sin dejar de ser tribal. Por doquier había espejos gigantes que mentían sobre las dimensiones del lugar y daban continua sensación de embrujo multi-dimensional. Al fondo había una tienda arabesca con cojines en el suelo y gente acostada, cual antiguo fumadero de opio. El agotamiento me llevó a tenderme sobre uno de los cojines, mientras escuchaba casi dormida, a dos chicas dialogar, casuales: “¿Y tú qué te metiste hoy?” –Ah, pues… un choco-hongo… un poco de hash… ¿Y tú? –Uf, pues en la tarde como tres tachas, un poco de ácido y bla bla bla… Sus palabras se derretían entre mis sueños de cansancio, que no de opio, pero juro que era verdad.
Mientras estuve en estado Alfa y la banda sonaba, me regresé a las 11 de la noche, hora en la que el Aleps y sus amigos me dijeron que me llevarían “al verdadero Bahidorá”. Me imaginé algo muy extravagante. Salimos por la puerta trasera (podíamos entrar y salir gracias a nuestros brazaletes de prensa) y a dos pasos estaba una garnachería de agasajo, con unos tacos de cecina con nopales y aguacate, que te cagabas. Chelas a 25 (contra las de 120 pesos del festival), clamatos a 60. La gloria. Ahora entendía cómo es que volvían tan alegres, si andaban tan erizos de billete. “¿Y hoy qué te has metido, mi Aleps?”, preguntó Diego-fotógrafo. A lo que el señor farmacia-ambulante replicó orgulloso: “psss hoy me di mariguana, hachís, tabaco, cervezas de distintas calidades, mezcal, galleta de mois, LSD, MDMA, anfetaminas y hojita de coca”. "What? ¿Y cómo es que andas tan entero?", le pregunté. “Eso crees”, contestó. Diego: “¡Es un profesional!”
Y ya que andábamos con profesionalismos, nos acordamos de la manita azul. “¿Ya nos la damos?”, preguntó el Aleps. Temerosos, le arrancaron un cachito y lo disolvieron en agua mineral. Ana no le entra a eso. Yo menos. Diego sí, pero prefirió pasar. El guerrero del Aleps sí se echó unos buches: “¡pues ya qué!” De ahí partimos a la Madriguera…
“Pati… ¡Pati! Ya vámonos”, me despertó Ana. Salí tambaleante de la casa opiácea, un sitio en realidad clean y buena onda, como quien sale de una dimensión fantasma o un pasaje psicodélico de La Pantera Rosa. El muñeco vudú gigante nos dio la despedida echándonos alguna desconocida maldición.
El Análisis de las Sustancias
Entre los despojos iniciáticos de la madrugada, Floorplan y su techno cerdo azotaba las bocinas en el Búnker. Esto estaba ya muuuy chaka. Así que nos pareció más interesante acercarnos a un stand cuya existencia me sorprendió, cual la tía que soy: Programa de Análisis de Sustancias (PAS). ¡Ooooh! Este programa, implementado por la organización civil Reverdeser, te instruye a través de diversos folletos, sobre lo que contiene y produce en el cuerpo cada droga, además de darte recomendaciones y reducciones de riesgo para que las disfrutes sin que te pongas muy malito (hay como 25 descripciones: una sustancia por librito). Y no sólo eso: además… ¡puedes llevar a que te analicen tu droga! Esto, para que sepas qué te vas a meter, si está o no adulterada, etcétera. Me empezaron a caer varios veintes. Retumbó en mi memoria la frase del manual oficial de Bahidorá: “Honestidad y lucidez”, y cobró más sentido. Si ya es inminente que la banda se va a meter algo, de preferencia que se proteja y lo analice. Al calor de la fiesta me pregunté atrabancada si la existencia de dicho stand era una especie de “permiso no oficial” para intoxicarse a la buena… Ja ja ja… ¡Obvio no! Más bien se trataba de permitir a la banda ser honesta con sus gustos, dar libertad, no verse regañones ni prohibicionistas, y ayudar a que uno permaneciera relativamente lúcido y sano, con todo y fiesta. Cuidarse. No arruinar la alegría ni la salud.
Para entonces, el Aleps ya se nos había vuelto a perder (en varios sentidos). Me acordé del reporte que aquél nos había hecho en la garnachería: “yo vi a la gente metiéndose sobre todo LSD, cocaína, MDMA y mucho popper”. En el stand, Diego sacó lo que quedaba de la manita azul y la dio a inspeccionar. Antes te hacen unas preguntas: ¿por qué vienes aquí? ¿Curiosidad, te sentiste mal, quieres cuidar tu salud y la de tus amigos, desconoces su origen…? Dejas un cachito y mientras te vas a bailar, varios científicos estarán a las 3 de la mañana analizando tu droguita. ¡Cámara! “En una hora te tenemos los resultados”.
Trascendió que la manita no era MDMA (éxtasis) sino pura pinshi metanfeta. Ya no supe si alguien decidió ingerirla, pues antes me fui a mis aposentos campestres, a unas decentes y fresas 4:30 a eme, pues no había dormido la noche anterior, dado que el jolgorio había sonado hasta las 6 de la mañana mientras intentaba descansar. Esta noche sería peor: el puro pum pum pum pum pum techno, pegó hasta las 8 de la mañana del domingo. Pero ya me había hecho a la idea. Me dejé llevar en total actitud zen. Por la mañana, rumbo a las regaderas, me tocó ver a un semi-encuerado fortachón al que no podían poner en pie y conservaba una sonrisa congelada desde sepa qué hora. Me di cuenta de que la destrucción fuerte ocurría entre las 6 y las 9 de la mañana, cuando los demonios se volvían ya irreductibles, visiones a las cuales los santurrones abuelos como uno, no teníamos acceso.
Privilegios masivos
La mañanita fresca pasó otra vez de los 5 a los 25 grados súbitamente, y nos fue dando la despedida con actos electro-encantadores como Awesome Tapes from Africa (las cintas chidas del África, dice el Aleps), una vez bien desayunados en las garnachas (un placer al que ningún asistente con boleto pagado podía acceder, salvo la gente del personal, proveedores y prensa, ni modo). Mientras nos alejábamos del barullo, pensé desde la soledad del cronista, en lo divertido y hermoso que es este Carnaval, si tienes 20 años, varios amigos desmadrosos, y una tortita bronceada a la cual abrazar. En “mis tiempos” no existían estos encantadores privilegios masivos. Qué chamacos tan afortunados.